La victoria de María

Por ANDRÉS TAPIA

¿En qué caso un depredador, teniendo opción de escoger entre una presa fuerte (un joven adulto) y una débil (un cachorro o recién nacido), seleccionaría a la primera? La pregunta parece retórica, pero no lo es. La respuesta lo es mucho menos: en ninguno. En la naturaleza de cualquier depredador, incluso el más temible (el ser humano, por supuesto), subyace el instinto de conservación. Dicho instinto sugiere, ordena, exige no arriesgarse con la presa más fuerte teniendo ocasión de elegir a una más débil.

María Santos Gorrostieta Salazar no era una presa débil. Algo en su mente, en su cuerpo, en su ADN o, simplemente, en su voluntad, la hizo sobrevivir a dos atentados que una jauría de perros (no hay pleonasmo ni tautología) perpetró en su contra.

En el primero de ellos (14 de octubre, 2009), su esposo fue asesinado y ella resultó herida de gravedad por perdigones de escopeta. Poco más de tres meses después, el 22 de enero de 2010, recibió tres balazos y tres de sus colaboradores (uno de ellos, su hermano) y una reportera resultaron heridos.

A ambos, ya se ha dicho, sobrevivió.

María Santos, médica de profesión, fue hasta el 1 de enero de este año, la alcaldesa de un municipio del estado de Michoacán llamado Tiquicheo de Nicolás Romero.

Era, también, y lo fue hasta algún momento de hace unas semanas, la madre de Malusi, José y Deysi, los tres chicos que tuvo con José Sánchez Chávez, su primer esposo.

Era.

Fue.

La madrugada del 15 de noviembre pasado, María fue hallada, muerta, en el claro de un paraje del municipio de Cuitzeo, un poblado que se asienta a las orillas de un maravilloso lago que es visible desde la autopista federal número 43 que va de la Ciudad de México a Guadalajara.

Su cuerpo fue hallado en posición decúbito dorsal, con los brazos descompuestos a sus costados (como si estuvieran rotos y fuesen los de una marioneta) y las piernas medianamente separadas una de la otra, si bien en posición simétrica. Llevaba puesto un vestido de franjas multicolores, una chaqueta negra abotonada por la mitad y una mascada o foulard también de color negro.

Cerrados los ojos, amoratado el rostro, revuelto el cabello, María lucía como una gacela a la que una manada de leones, al final de su cacería, no se atrevió a devorar.

Acaso porque María era una mujer hermosa. Una de esas hembras que ocurren una sola vez en cientos, miles de años, en los sitios más insospechados e improbables… Tiquicheo de Nicolás Romero, por ejemplo, una región de uno de los estados más corruptos y peligrosos de México.

Pero María no fue asesinada por su belleza. María fue asesinada porque era una mujer valiente. Tanto que antepuso sus principios y convicciones a su seguridad y a la de su familia. Tanto que, habiendo sido cosida a balas, mutilada, se atrevió a decir: “…sólo puedo descansar un instante y reconocer que la libertad trae consigo responsabilidades… no me atrevo a quedarme rezagada: mi largo camino aún no ha terminado. La huella que dejamos en nuestra tierra depende de las batallas que perdamos y la lealtad que pongamos en ellas”.

Amenazados, sometidos, temerosos de los hombres que mataron a María –unos seres ignorantes, primitivos, fanáticos y cobardes–, los habitantes de Tiquicheo no dicen mucho de ella. O lo que dicen apenas lo susurran. O no dicen nada.

Lo que dice mucho, o demasiado, y quizá grita aunque no se escuche, es una imagen paradójicamente muy serena: una fotografía de Malusi, la hija mayor de María, una niña que debe rondar los 11 años y que, además de haber heredado la belleza de su madre, parece poseer también su serenidad y su valentía.

Es el 14 de octubre del año 2010. Malusi lee un discurso pueril acerca de la muerte de su padre; María atestigua. Detrás de la niña hay un árbol, y detrás de ese árbol se halla, fragmentado o completo, según se vea, el estado de Michoacán: uno de los más bellos de ese país –o accidente– llamado México.

En un paraje solitario de ese estado, dos años más tarde, su madre, María, aparecerá muerta –asesinada para ser precisos– en lo que parecería ser el escenario dispuesto por Shakespeare para la derrota de una heroína que hasta hoy ninguna literatura ha podido perfilar.

No llores, Malusi, que además de consolar a tus hermanos tienes que plantarle cara –en la tibia serenidad de tu inocencia– a un pueblo, a un estado, a un país, incluso. Y también a los asesinos, a los mediocres, a todos esos miserables que abandonaron a tu madre… pero, que sepas: no a su suerte sino a su inenarrable valentía.

La historia asegura que toda muerte es una derrota.

La de María Santos Gorrostieta Salazar, empero, es una victoria épica.