Moveré las estrellas por ti

Por ANDRÉS TAPIA

Hace algunos meses Alejandro perdió su negocio. Perdió también mucho dinero. Y 45 kilos. Tenía una pequeña empresa dedicada a la publicidad de la cual tuvo que deshacerse para, entre otras cosas, mover las estrellas.

Alejandro tiene el cabello recortado, algunas canas, las pómulos altos y las mejillas lánguidas. A sus 49 años es un hombre muy apuesto. En su mano izquierda lleva una sortija de matrimonio y un reloj Nivada. En la derecha, una pulsera de metal abierta por la mitad. Viste con corrección y elegancia, si bien un tenue desgaste en su chaqueta color azul, parece sugerir que hubo un tiempo en que lucía impecable todos los días.

No sonríe fácilmente, pero los visajes que exhibe su rostro en modo alguno refieren dureza, amargura o dolor. Predecibles y seguros, los seres humanos solemos guiarnos por emociones o estereotipos, y suponemos que todos somos así. Porque lo que menos se piensa cuando se conoce a Alejandro, es que en los últimos dos años perdió algo más importante que su empresa, el dinero, y un poco de su salud.

En agosto del año 2011, la menor de las hijas de Alejandro fue secuestrada. Durante casi un año y medio no se supo nada de ella. En febrero de este año, empero, su madre la encontró en una fosa común. Había permanecido ahí todo ese tiempo, sin que nadie supiese a quien pertenecía esa osamenta que fue hallada en el interior de un predio abandonado, no muy lejos del lugar en el que vivía.

La chica murió pronto, una o dos semanas después de haber sido secuestrada. Pero eso sólo pudo saberse cuando 18 meses después, en una morgue ubicada en la misma región en la que vivía, su madre descubrió una foto de sus pertenencias.

Ignorantes del destino de su hija, Alejandro y su mujer se dedicaron a buscarla durante todo ese tiempo. Fueron a la policía. Hicieron carteles de “se busca;”. Interrogaron a sus vecinos. Solicitaron a un supermercado los videos del día que secuestraron a su hija y a una compañía de telefonía celular los registros de su número telefónico.

Los ejecutivos del supermercado entregaron copia de los videos ocho meses después. Y el director de la compañía telefónica, obligado por la llamada de un personaje muy importante de los círculos políticos de México, tuvo que concederles audiencia. Lo hizo tan sólo para decirles que si no les habían entregado los registros telefónicos era porque no los tenían; “algo” había ocurrido. Pero el ejecutivo no podía reconocer públicamente esa falla, pues hacerlo implicaba reconocer que los estándares de calidad y seguridad de la compañía distaban mucho de ser los mejores.

Para entonces Alejandro ya había perdido su empresa, movido las estrellas y hurgado en las cloacas.

“Buscando a mi hija me entrevisté con Felipe Calderón y con el Z-40”, dice. Cuando lo cuestiono respecto al segundo y le pregunto si su aseveración no es exagerada, Alejandro responde enfático: “Vi a los jefes de todos los cárteles. Todos lo negaron. Supe entonces que detrás del secuestro no estaba el crimen organizado”.

Y todo apunta a que nunca lo estuvo. Basados en los hechos conocidos, los captores y asesinos de su hija la citaron en un lugar público con engaños, de ahí se la llevaron y en algún momento fueron reconocidos por ella; lo cual devino en su asesinato.

No es éste el único indicio que se tiene de que la chica conocía a sus captores. Durante las negociaciones, en las que nunca hubo amenazas tajantes ni palabras soeces, los secuestradores advirtieron a Alejandro que vivían cerca y que se habían dado cuenta de que había llamado a la policía. Asimismo, los criminales se comunicaban mediante un dispositivo BlackBerry, y en los mensajes de texto había corrección en los modales e incluso en la sintaxis. Quien ha utilizado un BlackBerry sabe que escribir la letra “ñ” implica oprimir dos o tres comandos, razón por la cual la mayoría de la gente la omite. Las palabras “señora” y “niña”, que era como se referían a la madre y a la víctima, estaban escritas correctamente.

Mientras da un sorbo a su café, Alejandro exclama con una compasión que cuesta trabajo creer y que, por lo mismo, enaltece a su persona: “Esa gente, en un principio, no quería hacernos daño”.

Durante muchos meses, el teléfono celular de su hija permaneció activo… o al menos así lo aparentaba. Acaso fue apagado de un modo tal que cayó en una suerte de loop, de modo que al intentar llamarlo daba tono de comunicación y posteriormente conectaba al buzón, o los criminales, contraviniendo a la inteligencia (concediendo que la tuviesen), lo mantuvieron en activo durante todo ese tiempo.

A ese teléfono se aferró Alejandro para tratar de contactar a su hija. Y ante la negativa de la compañía telefónica de proporcionarle los registros de las llamadas, trató de rastrear el teléfono mediante un satélite. En otro país, Estados Unidos, por ejemplo, el FBI hubiese ordenado orientar el satélite para conseguir esto. En México no. Alejandro tuvo que pagar 250,000 pesos (unos 20,000 dólares) para orientar un satélite que no pudo triangular la posición del dispositivo de su hija, simplemente porque los estándares de calidad de la segunda compañía de telefonía celular en México no cumplen con las expectativas que ofrecen.

Si Alejandro hubiese sabido desde un principio que no existían los registros de las llamadas, no hubiese desembolsado una suma que contribuyó a arruinar su patrimonio.

Hace unos días su hija hubiese cumplido 19 años. Alejandro le escribió una carta conmovedora. En ella le dice: “Te ofrezco mi promesa de mantener tu imagen y hacer de ella un recuerdo imborrable, y de continuar trabajando en pos de una justicia que bien te mereces; nuestros sufrimientos deberán de servir, nunca consentiré que haya sido en vano. (…) Y te prometo no me rendiré”.

Mi charla con Alejandro, en un café del barrio de Polanco, en la Ciudad de México, tiene un carácter informal. No me siento autorizado en consecuencia, incluso tratándose de un caso conocido, a revelar su nombre completo ni tampoco el de su hija.

Por ahora me basta con haber conocido a este hombre que ahora labora en una empresa de químicos, que no parece haber sufrido lo que ha sufrido y que a pesar de ello se muestra generoso, dispuesto con la vida, comprometido con otras familias que han padecido tragedias atroces como la suya.

Un hombre justo, decente, extraordinario, que alguna vez movió las estrellas para encontrar a su hija.