País de muertos, país de mierda

11030129. Puebla, Puebla.- En conmemoración del Día de muertos, se colocó una ofrenda monumental con calaveras de papel mache realizadas por artesanos locales, hoy en el patio del Palacio Municipal de Puebla. NOTIMEX/FOTO/CARLOS PACHECO/CPP/HUM/

Por ANDRÉS TAPIA

La noche del 31 de octubre, de acuerdo a una tradición de origen celta que festinaba el final de la temporada de cosechas y el verano (Samhain), en lo que hoy es el Reino Unido, Estados Unidos, Canadá e Irlanda, todos ellos países de tradición anglosajona, se celebra la festividad conocida como Halloween, una variante de la expresión escocesa All Hallow’s Eve (víspera de todos los santos)

El día de todos los santos, en la tradición cristiana, tiene lugar el 1 de noviembre y de origen solía celebrar a todos los santos, canonizados o no, muertos o no, que forman o formaban parte de la Iglesia Católica Romana.

En México, empero, y en algunos otros países de Latinoamérica, las tradiciones prehispánicas al fusionarse con las de los conquistadores españoles, dieron lugar al Día de los Muertos, una celebración sui generis en la que, se supone e imagina, los espíritus de aquellos que han fallecido vuelven al mundo real y son honrados por sus parientes y amigos.

Para los celtas, el fin de las cosechas y el verano suponía también el ingreso a una estación oscura: los días se volvían más cortos y las noches más largas. En tal circunstancia, creían que el final de un ciclo y el inicio de otro (y ese evento también suponía el inicio del Año Nuevo Celta) estrechaba al mundo de los vivos con el de los muertos.

Ello implicaba la creencia de que los espíritus de antiguos ancestros, nobles y malvados, benignos y malignos, descenderían a la Tierra. Y mientras a unos habría que adorarlos, a otros habría que evitarlos. Se cree que en este hecho se origina la tradición de vestir un disfraz la noche de Halloween: si alguien se hacía pasar por un espíritu malvado, quizá podría evitar ser objeto de su venganza.

A la festividad de Halloween también se le conoce como “noche de brujas”, ello porque los primeros “seres” demoniacos a los que pudo “identificarse” como malvados, fueron mujeres cuya conducta –sospechosa, inocente o decididamente aviesa– no se correspondía con las cánones de la época.

Pero los siglos transcurrieron y con ellos las supercherías. El XIX, por ejemplo, un siglo en el que se inventaría la bombilla eléctrica y con ello la luz artificial, creó también, simbólica y literariamente, a Frankenstein y a Drácula. Y verdadera y literalmente, a Jack The Ripper.

De ese modo –un modo paulatino y simple– los espíritus malignos fueron sofisticándose y volviéndose cada vez más aterradores. O no. Brujas, fantasmas, vampiros, muertos que volvían a la vida y cuyas indumentarias, recreadas por el cine a los pocos años de que éste se volvió una industria en el siglo XX, se convirtieron en el phanteon y guardarropa clásico para elegir un disfraz la noche de Halloween.

En México las cosas iban por otro derrotero. Flores amarillas con un nombre horroroso, impronunciable, al menos para mí; vasos de agua, pan, y platillos tradicionales, o no, para honrar al espíritu que vuelve a la Tierra, bueno o malo, sin distinciones.

Mañana, pasado, el próximo año, cuando sea… muerto Joaquín Guzmán Loera, por ejemplo, ¿habrá un altar de muertos para él? ¿Se le colocará una botella de whisky Buchanan’s –la bebida por excelencia de los narcotraficantes de Sinaloa– y tres tacos de marlín en tortillas de harina? Ojalá que no, pero seguramente sí.

Dejaré mis sarcasmos atrás para decir que, en décadas recientes, las tradiciones anglosajona del Halloween y la prehispánica-hispánica del Día de Muertos han copulado de manera obscena. Y eso podría parecer grotesco hasta cierto punto, pero también enriquecedor: una noche que festina la llegada de los espíritus de los muertos a la Tierra; un día que festina la presencia de esos muertos en la Tierra.

Y mientras en otro tiempo los niños de México solían agujerar una caja de zapatos para salir por la noche a pedir dinero al embrujo de la frase “me da mi calaverita”, los chicos anglosajones se disfrazaban de brujas, fantasmas, muertos-vivos o vampiros al amparo del mantra: “Trick or treat”. Y ninguna de ambas tradiciones, por muy ridículas que parezcan ambas, está bien o mal.

Las cosas se complican cuando Hollywood reinventa el género cinematográfico del terror y los chicos estadounidenses, principalmente, empiezan a disfrazarse de Jason Voorhees, Michael Myers, Fredie Kruger o Chucky: allá los anglosajones y sus grotescas parafilias de fantasía.

Triste, absurda, increíblemente, las parafilias de México se originan en monstruos verdaderos. La máscara más vendida, en vísperas de la celebración de Halloween y del Día de Muertos, es la de Joaquín Guzmán Loera, un campesino iletrado y vulgar que, no obstante, ha logrado fugarse dos veces de dos prisiones de máxima seguridad. Detrás de ese disfraz, el segundo atuendo más vestido en estas inminentes celebraciones será el del millonario Donald Trump.

Así ocurrió también, en el pasado, con el ex presidente Carlos Salinas de Gortari, cuya máscara de látex en algún momento representó al monstruo más aborrecible que ha conocido la sociedad mexicana.

“México es un milagro… para bien o para mal”, me dijo un día Joaquín Sabina.

Lo es y tiene que serlo una nación que, hace unos días, estuvo a punto de enfrentar una tragedia propiciada por un huracán monstruoso que, por alguna razón ignota, no causó los daños que su naturaleza garantizaba.

Y eso hay que celebrarlo.

Por ello, en unos pocos días, una gran parte de la población de México se disfrazará de Joaquín Archivaldo Guzmán Loera y saldrá a las calles de todo el país no precisamente a tratar de engañar a los espíritus malignos para que no les hagan daño, sino para burlarse de ellos. De él.

Para decirle: “Engáñame, tortúrame, mátame… me voy a disfrazar de ti pero no para burlarte, sino para burlarme de ti”.

En su megalomanía, hoy disminuida si verdaderamente está cercado, el Chapo Guzmán debe estar muerto de risa y orgullo: de ser un campesino que moría de hambre, hoy se ha convertido en el mito más absurdo de México. El más enano y vulgar de sus mitos, también hay que decirlo.

Aferrados a la vida, los anglosajones se disfrazan de muertos ficticios para evitar la muerte.

Aferrados a la muerte, los mexicanos –y algunos otros pueblos de Latinoamérica– se disfrazan de monstruos vivos para así poder abrazar la vida.

País de muertos.

País de mierda.