Las dos sonrisas de Sergio González Rodríguez

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: FELIPE LUNA

Tenía la mirada triste, siempre la tuvo triste. Y sus gafas no ayudaban: cristales gruesos con muchas dioptrías que precisaba para ver al Mundo tal como era. Paradójicamente empequeñecían sus ojos –per se diminutos– y lo convertían en un forastero, casi un alienígena, un ser procedente de otro planeta cuya misión en la Tierra era la de ayudar a los humanos a comprender las incomprensibles razones que existen detrás de la maldad.

Quizá por ello sonreía poco, o no tanto como lo prometía su extraordinario sentido del humor. Pero eso no estaba mal, acaso tampoco bien: bibliotecario de su propia mente, Sergio González Rodríguez archivaba continuamente en su memoria libros, películas, cómics, ideas inacabadas, pensamientos sublimes, ensayos fallidos del amor, series de televisión, promesas absurdas y mentiras infames, tan sólo para caer en la cuenta de que el caos que con tiento y paciencia había disipado y ordenado, se había trastocado en una nueva pregunta. Y, consecuentemente, en un caos mayor.

Pero le vi sonreír muchas veces. Una de ellas, acaso la que más recuerdo, a finales del otoño del año 2001. En ocasión de un viaje a Buenos Aires, Sergio me pidió le comprase un libro inconseguible en México. Mi memoria se vuelve torpe: ¿Peter Sloterdijk? ¿Ryszard Kapuściński? ¿Rüdiger Safranski? “Es un libro pequeño”, me dijo. Y eso fue precisamente lo que compré en la librería El Ateneo Grand Splendid: un libro pequeño, de pasta color morado, que a pesar de ello no resultó barato.

¿Sloterdijk? Kapuściński? ¿Safranski? He revisado por espacio de una hora la obra completa de cada uno y no lo recuerdo. En cambio, no puedo olvidar la sonrisa de Sergio cuando le extendí “ese” libro que me pidió.

–¡Gracias, mano! ¿Cuánto te debo?

–Nada, Serge, es tuyo.

–Bueno, pero te invito unos Jack Daniel’s.

–No me resistiré.

Tiempo atrás Sergio se volvió loco. O al menos así lo creímos quienes lo conocíamos. Aparecía los días martes en la redacción del periódico Reforma, como estaba estipulado en su rutina, y a la mitad de las reuniones se ponía en pie y se marchaba. Era eso u olvidar las citas establecidas, la comida que había ingerido unas horas atrás, las promesas hechas y las instrucciones dadas. Detenía un taxi para ir a casa y de pronto deambulaba en el centro de la Ciudad de México. Su mirada triste, sus ojos pequeños, se habían convertido en los inmensos agujeros negros que suponen la explosión de dos supernovas.

Alguien que le quería lo llevó a un hospital. Y el diagnóstico fue contundente: no hay nada, el señor está bien. Se pidió una segunda opinión y otro médico exigió una tomografía. Una mancha oscura en el cerebro reveló un coágulo sanguíneo que oprimía la región del hipocampo, el cual es responsable de la creación de mapas cognitivos. Como la maldición del mejor thriller jamás logrado, la memoria prodigiosa de Sergio González Rodríguez se había atrofiado al punto de ser incapaz de retener recuerdos nuevos: podía volver a su infancia, a su primer juguete, pero era incapaz de recordar el “te amo” prodigado a su última amante una hora antes.

Le operó acaso el mejor neurofisiatra de México, o uno de los mejores, pero ni siquiera él pudo entrever la belleza en el cerebro de Serge: en medio del cementerio de millones de neuronas muertas a causa del dolor adquirido por los asesinatos de decenas de mujeres en Ciudad Juárez, sin dejar de contar las que día a día morían naturalmente y las que habían muerto a causa de un atentado intimidatorio que envió a Sergio a un hospital, algo parecido al chispazo de un fósforo en una cueva destelló en las tinieblas de su memoria.

Con una grieta en la cabeza y un esparadrapo, Sergio González Rodríguez se apareció de nuevo un martes en la redacción del periódico Reforma. Tenía, como siempre, la mirada triste. Pero su sentido del humor estaba intacto. El eterno bajista del grupo Enigma estaba listo para un nuevo concierto de heavy metal.

“Quiero platicar contigo”, le dije un día. “Te invito unos tragos”. Por toda respuesta Sergio propuso el lugar: “Hay un agujero cerca de aquí, no es la gran cosa, pero tienen a un cantante que emula como a nadie a Sabina, te va a gustar”.

Se sucedieron un trago tras otro. Sabina no aparecía. Pero a mí no me importó. Le dije:

–Quiero pedirte un favor… que leas mi libro de cuentos y me des tu opinión.

Le extendí entonces un manuscrito, y lo dejé caer delante suyo como el asesino serial hace con su última víctima. Debajo de una página de plástico, se leía: Asuntos Pendientes Antes de Morir

Sergio lo miró. Y sonrió.

–Ya lo leí –dijo.

No sé si le di un trago a mi Jack Daniel’s. No sé si dije algo. Sí pensé, por supuesto, que Sergio se había vuelto loco nuevamente. Y que el coágulo de su cerebro no había sido extirpado del todo.

“Yo llevo cuatro Jack’s… él, ¿cuántas cubas?”

–Andy –dijo–, lo presentaste al concurso de cuento de Bellas Artes el año pasado. Fui jurado. Cuando llegamos a las deliberaciones finales, José de la Colina dijo que ganabas tú. Y hubieras ganado tú si yo me hubiese sumado a su voto –éramos sólo tres jueces–, pero de haber sido así te hubiese perjudicado: tú y yo trabajamos juntos, y eso no hubiese sido bueno ni para ti ni para mí.

Supongo que me dolió. Supongo que me halagó. Supongo que no supe qué decirle. Pero no dijo nada más. Yo tampoco. Chocamos las copas, supongo, y en ese momento –y eso no lo supongo– el cantante émulo de Joaquín Sabina comenzó a cantar “Y sin embargo”. En ese momento, Sergio González Rodríguez, Serglez, Serge, perdió la memoria y cantó al punto que sus ojos se enrojecieron. “Te quiero, mano”, fue lo último que recuerdo (o lo que recuerdo) que dijo.

Ya he dicho que Sergio tenía la mirada triste, no así el corazón. A pesar de la mierda que miró y absorbió, siempre mantuvo la inocencia –y la esperanza– de un niño. En su cruzada contra la fatalidad, contra la maldición del ser mexicano, Serge mantuvo intacta la ilusión de la felicidad, acaso pertrechada detrás de papel celofán, de las páginas de un periódico que no detienen las balas, de la idea inacabada e incierta de la justicia en México.

No sólo lo hizo por mí –aunque quiero creer que sólo lo hizo por mí– sino por las decenas de acólitos que dejó a su paso. Serge era Alonso Quijano, Fox Mulder, John Lennon, Roger Federer, Bruce Wayne, Heberto Castillo, Alf…

Tenía la mirada triste, siempre fue triste. Pero a veces solía sonreír.

Gracias, Serge, por haber pasado por aquí.

Y por esas dos sonrisas que nunca olvidaré.