Por ANDRÉS TAPIA
Una noche ya perdida, mientras caminaba con un amigo, pasamos por la casa de quien entonces era su novia, más tarde sería su esposa y hoy solamente la madre de su hija. “Mira” –dijo, y extendió su brazo derecho para señalar orgulloso el balcón del piso número tres de un edificio de departamentos–, “ese rehilete yo se lo regalé a Adriana”.