Por ANDRÉS TAPIA

La última vez que te recuerdo no fue la última vez que te vi. Han pasado casi dos décadas y aún puedo describirte como una sombra vestida de blanco que apenas mirarme se arrojó hacia mí como si yo fuera la única tabla que flota en el mar después de un naufragio. No era la única, ciertamente, pero así me hiciste sentir.

Aquello ocurrió en el piso que Ana Claudia tenía en la calle de Ejército Nacional, en el barrio de Polanco de la Ciudad de México, durante una reunión exclusiva para mujeres a la que, por alguna razón que no recuerdo, extrañamente fui invitado. Norma, Patricia, Eugenia, Ana, tú… quizá alguien más, quizá alguien menos, y yo ahí, en medio, profanando sin profanar un arrebato feminista.

Pierdo los detalles, o me extravío en ellos. Tu espalda estaba rota, por causa de un accidente automovilístico, y habías pasado meses peleando por mantenerte erguida, disimulando el dolor, fingiéndote más fuerte de lo que eras, de lo que eres, con los cinco sentidos bien puestos y tu hermosa piel pálida enrojecida.