Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: WALTER MARTIN
Le he pedido a Jack Ryan que venga a salvarnos,
que regrese por ti y, después, tal vez, por mí,
que nos devuelva a un tiempo sin traidores ni tiranos,
a los días de sol en que tu mano y mi mano
descifraban en un iPhone el color del porvenir.
Es sólo que Jack Ryan está dormido,
y yo escucho entre sueños una canción de Taylor Swift,
y tú te marchas, las bombas caen, arrecia el frío,
y repentina y profusamente me sangran los oídos,
y el analista de la CIA parece sonreír.
Le he pedido a Jack Ryan que rescate nuestro bagaje,
que lo lleve a un sitio seguro al otro lado del Mundo:
tu llave colgante, mi aroma a madera, los cientos de viajes,
las idas y vueltas, aquel hilo rojo y el dolor nauseabundo
de haber sido uno solo y hoy sólo dos vagabundos.
Pero Jack Ryan está herido y no escucha
(una bomba de racimo le estalló al costado),
y mientras alguien, a lo lejos, grita: “¡Ryan, la sangre es mucha!”,
las huellas indelebles de dos amantes soldados
se dirigen tristes y vacilantes a las trincheras del pasado.
Le he pedido a Jack Ryan que nos cubra la huida,
que se parapete entre tus pasos, los míos, los sueños caídos,
y nos permita escapar a un tiempo vacío
en el que en cualquier aventura sea posible la vida
y no sólo la rutina mortal de los héroes vencidos.
Pero Jack Ryan convulsiona y agoniza,
y yo no acierto a suministrarle la morfina de tu risa,
el antídoto que me mantuvo vivo y en pie de guerra
en aquel tiempo en que quería conquistar el Mundo
y tus ojos eran mi elíxir, mi patria y bandera.
Mientras lo cubro con una manta y le cierro los ojos,
le he suplicado a Jack Ryan que interceda por nosotros
si es que más allá de la vida existe la vida.
Porque la tuya era la mía, y hoy que ha muerto el agente de la CIA,
sin ti la doy completamente por perdida.