La sonrisa de María

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: LESLY JUÁREZ

«Corazón verde, duerme, y no temas al alba,

África se desnuda y la selva me arrastra…«

“Corazón verde”, Primer Nivel (Rompe la esfera, 1988)

Era una de las niñas más bonitas de la Universidad: no había forma de mirarla y no quedar embelesado por su belleza, si bien la serenidad de la misma era una máscara con la que solía enfrentar las exigencias de su trabajo que le imponían estar en contacto con gente famosa.

En el fondo y en realidad, detrás de ese semblante adusto y egregio ocultaba una sonrisa que, una vez desplegada, parecía la única vela de un buque pirata en mar abierto. Declarado el abordaje, empero, se transformaba en una risa sonora y a un mismo tiempo cristalina, como el fragor de una ola al levantarse, al romper… al transformarse en música.

La primera vez que la vi descendía las escaleras de la Universidad con demasiada parsimonia, como si al no hacerlo de esa manera su femineidad se hubiese visto comprometida. Otro camouflage derivado de su empleo: se fingía débil como la presa y en realidad era una cazadora.

Algún tiempo después me hice amigo de su novio, con quien trabé una amistad temporal pero profunda. Fue así como la conocí un poco más de cerca. No sólo por eso: una oportunidad laboral me vinculó a ella profesionalmente y conocí también de su carácter exigente, en cierto punto hasta cruel, y también de su generosidad.

La odié en una ocasión.

Ella trasladó a un grupo de periodistas a un evento en cierto lugar de México, yo no contaba con acreditación. A cambio me sobraba el deseo de estar presente en ese sitio. Me apersoné en el lugar donde partiría el autobús y le pedí me dejara ir con ellos. “Cuando estemos ahí yo me las arreglo”, le dije. Categórica y tajante, respondió: “No”.

Se negativa me dolió, pero no me desanimó. Me dirigí a la estación de autobuses, pregunté por el precio del billete. Cuando recibí respuesta caí en la cuenta de que era un viaje de ida, no de vuelta: el pasaje costaba 15 pesos y yo sólo tenía 20.

Con 21 años a cuestas eso no importaba: pagué el billete, subí al autobús y al final logré colarme al evento al que no había sido invitado. Diez horas más tarde, victorioso pero débil, en medio de un caos inimaginable en el que estaban inmiscuidas más de 30,000 personas, me di a la tarea de buscar el autobús al que ella no me permitió el acceso. Aún no sé cómo, pero lo encontré.

En primera línea, como siempre, ella estaba en las escalinatas de la puerta. Pasaban de las 23:00 horas, estaba muy lejos de casa, y los cinco pesos que me sobraban de mi capital inicial los había gastado en un estúpido souvenir. “¿Me puedo regresar con ustedes?”, pregunté con los modos de una súplica. “Sí, Andrés, sube”, respondió.

A partir de entonces mi vínculo con ella se redujo casi estrictamente al plano profesional, casi, pues desarrollé una relación con su familia en la que, si no soy demasiado optimista, fui querido y apreciado. Y sé que ella también me quiso, aunque no de esa manera en la que se pudiera pensar, tampoco como un gran amigo, pero sí como alguien que alguna vez la sorprendió. Y sé que la sorprendí muchas veces.

Hace unas semanas, en realidad ya son meses, supe por una persona muy cercana a ella que padece cáncer. Hace unos días la misma persona me dijo que entró en fase terminal.

Excepto perfilar su maravillosa sonrisa entre líneas, su belleza, que aún conserva a pesar de la maldita enfermedad, y algún rasgo distintivo de su personalidad, no puedo dar algún detalle más: ella no quiere que el Mundo sepa que está muriendo.

Hace años, ya son muchos, en ocasión de un concierto del grupo chileno La Ley en un bar de la Ciudad de México, me descubrí con la misma pasión con la que desafié su negativa a llevarme a ese evento al que de todos modos asistí y del que ella me regresó a casa.

Con algunos tragos encima, un grupo de periodistas disertamos acerca de cuál, cuáles, son los mejores discos del “Rock Mexicano”. Yo no me contengo y digo: “El mejor disco del Rock Mexicano es Rompe la esfera de Primer Nivel”. Y entonces hablo maravillas, por minutos, y todos ahí me escuchan como si yo fuera Cristo dando el sermón de la montaña. Cuando concluyo, alguien –que no sé quién es– se dirige hacia mí y dice: “Has hecho a alguien feliz hoy, y ese alguien está aquí, a tu lado, y es Nacho Cadena, vocalista de Primer Nivel”.

María, ese es su nombre, aunque no su nombre real pero sí, me regaló ese disco. En realidad no fue un disco, sino un casete. Era 1988, han pasado 36 años desde entonces, y puedo decir que lo escuché tantas veces como fue posible. Al punto que me aprendí las diez canciones que contiene de memoria.

Hace tres o cuatro años le conté a un amigo de mi fascinación por ese disco; un poco después, él llegó a mi casa con la versión en vinilo.

Lo escuché de nuevo, por completo, la madrugada que me enteré que María está muriendo.

Para mí sigue siendo el mejor disco en la historia del Rock Mexicano.

Y lo es no porque ella me lo haya regalado. Sino porque, cada vez que lo escucho, incluso en horas tristes, vacías, lóbregas, absurdas, imagino una sonrisa que parece la única vela de un buque pirata en mar abierto.

Tu sonrisa, María.

Tu sonrisa.