Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: MÓNICA BUSTOS
A su edad –pronto cumplirá 84 años– Rebeca aún bebe tequila mezclado con refresco de cola, fuma marlboros rojos y lo mismo disfruta de una partida de póker que de una de dominó. Así la conocí, hace alrededor de 36 años, en un tiempo agitado para el país en el que ambos nacimos.
Entonces yo estaba inmiscuido en luchas y protestas estudiantiles, en marchas, mítines, conciertos subrepticios de rock, vociferando consignas en contra de un gobierno al que el amigo de un poeta definió como “la dictadura perfecta”, y en contraste a favor de un hombre justo que hoy sólo es una sombra.
Ella, por su parte, estaba al frente de una exitosa agencia de modelos que había fundado años atrás, una de las más relevantes en ese tiempo. Y a tono con la época, simple y llanamente decidió llamarla como ella: Rebeca Bustos.
Ignoro si alguien se lo dijo, si ella lo descubrió por sí misma o si sólo fluyó con la corriente (en aquel entonces, como ahora, la industria del modelaje exigía nombres cortos y solamente un apellido), pero estoy seguro de que, sin proponérselo realmente, en algún momento renunció a su apellido materno para ser solamente una mujer cuyo nombre completo sumaba tan sólo cinco sílabas.
A lo que no renunció fue a la herencia genética de su madre, una mujer trabajadora y fuerte que en algún momento consiguió una pequeña fortuna y dio a luz y crio a 12 hijos, tres de los cuales murieron. De los sobrevivientes seis fueron mujeres, todas ellas, cada una a su manera y en su ámbito, exitosas, mucho más, sin ofensa ni descrédito algunos, que sus hermanos varones.
Hay matriarcados que no necesitan ser opresivos para imponer su hegemonía. Aquel del que procedieron Rebeca y sus hermanas y hermanos era uno de estos.
Baja de estatura, de ojos expresivos y mirada dominante, en el ámbito público Rebeca se conducía como una hembra-alfa. En el familiar, en cambio, disimulaba una fragilidad de la cual en el fondo carecía. Elegante, egregia, poderosa, con un cigarrillo en los labios, la recuerdo así mientras mezclaba las cartas en sesiones interminables de póker como si fuera la croupier-jefa de un casino en Las Vegas.
Acorde a su personalidad y naturaleza, Rebeca contrajo matrimonio con un macho-alfa. Recuerdo, como si fuera ayer, a un amigo de su esposo describiéndola en su juventud: “Le decíamos ‘La Venada’, básicamente por sus ojos, porque los tenía tan grandes y expresivos como los de un venado. Y también era grácil, y elegante… una mujer demasiado hermosa”.
De esa unión surgieron cinco hijos, tres varones y dos mujeres, y fue a través de uno de los primeros que conocí a una de las Rebecas. Digo Rebecas porque había otra.
Dormí muchas veces en su casa, siempre devastado por noches de parranda con su hijo, con sus hijos. A punto de marcharme, con la vergüenza de quien se sabe entrometido, con el sigilo de un ladrón descendía las escalinatas de aquella casa en la calle de Rincón del Puente y una voz, cuyo estruendo parecía el martillo de Thor, me detenía: “¿A dónde vas? ¿No vas a desayunar? Hay café y huevos. ¡Ven y siéntate!”.
Excepto obedecerla, no había manera de hacer otra cosa.
A diferencia de su agencia, en donde su encanto bastaba para persuadir a sus modelos de acudir a todos los castings a los que los enviaba, en su hogar se conducía como una ama de casa, a un mismo tiempo sumisa y autoritaria. Emperadora de la cocina, procuraba siempre disponer de varios platillos para satisfacer los gustos de su marido, hijos e invitados. En una insana contradicción, no admitía que nadie se levantase de la mesa a calentar pan, tortillas o a servirse más arroz: “¿A dónde vas?”, tronaba.
Mi personalidad a veces la alteraba. Un día, mucho antes de conocerla, descubrí que había algo de injusto en que mi madre fuese cocinera, mesera y lavaplatos de la familia. Así que comencé a relevarla en algunas de esas tareas. La primera vez que intenté lavar los platos en casa de Rebeca, el sonido del martillo de Thor volvió a hacerse presente: “¿Qué estás haciendo? ¡Deja eso!”
Comprendí entonces que no debía contradecirla, que en la cocina ella mandaba y las cosas se hacían a su modo. Y su modo era controlarlo todo. Aun así, de manera clandestina, conseguí en algunas ocasiones evitar la mano firme de su “dictadura”.
Como suele pasar con las mujeres extraordinarias, Rebeca viviría y sobreviviría a la muerte de su esposo. Es así acaso por las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, pero sea así o de otra manera, siempre suele ocurrir que entre el matrimonio de dos alfas el macho es el que muere primero.
No hay manera de detener el tiempo, y mucho menos de volver al pasado. Me ha dicho en varias ocasiones: “Ya no me vienes a ver como antes, ¿quién te dice que no me voy a morir mañana?”.
La escucho decir esto y sin querer percibo la ausencia del trueno del martillo de Thor: los años han pasado y la Rebeca que conocí ciertamente aún es la misma, pero ya es otra. Y sin embargo y luego, como en un acto de prestidigitación, la miro encender un marlboro, darle un trago a su tequila y barajar las cartas, con la misma actitud que ostentaría la croupier-jefa de un casino en Las Vegas.
Hay un mañana que no ha llegado, pero sé llegará pronto. En ese mañana la escucho decir: “¿Qué quieres desayunar? Hay huevos, café, barbacoa, chicharrón…” Luego de eso se sienta conmigo, enciende un marlboro y bebe su café.
Es Rebeca, la otra y la misma.
La eterna.