Por ANDRÉS TAPIA
A Lourdes Contreras, Lú, por todos estos años
No sabía –¿sabes tú?–: cuando una luciérnaga se siente amenazada desactiva su luz. Y se pierde en la noche, sin dejar de existir. Lo que resta de ella, apenas un fulgor en la memoria, basta para identificar la silueta de la sombra que me sigue un paso atrás en una calle que debería ser la más solitaria y triste de toda la historia.
Hoy sé que te persigo, pero camino a tientas y tropiezo con los vagabundos, con sus miradas, con las colas de los perros que imagino me acompañan porque no quiero recorrer tanta oscuridad sin un ladrido feliz que me devuelva a la Tierra.
Sin quererlo te confundo con el haz de las farolas. Más allá están las estrellas y, en algún sitio, la Luna. Tu brillo no era omnipresente, pero era único: tanto que al encenderte se podía escuchar el tintineo que emitiría el cascabel de uno de los renos que acompañan a Santa Claus en la única noche del Mundo en que una fantasía así es posible.
Detrás mío está la imagen de mi padre. Y también la tuya encendiéndole una vela un día festivo que yo no celebro pero celebré por ti. ¿Lo ves? No puedo sino asociarte con la luz de todas las maneras: el fuego, la música, las risas de los perros que todavía me acompañan… es que no quiero transitar por este sendero gris sin un ladrido feliz que me devuelva a la Tierra.
Ahora viene a mi mente una canción infantil: “Estrellita ¿como estás? Me pregunto qué serás. Un diamante puedes ser, di si tú me quieres ver. Estrellita si te vas, di que no me olvidarás”. Es un desvarío, lo sé, ahora mismo los perros ladran increpándome y me obstruyen el paso como si quisieran decirme que es momento de volver a casa.
“Necesito que se encienda otra vez”, les digo, y ellos muerden mis ropas, vuelven a ladrar, me halan, me halan, y me hacen tropezar. Quizá debería hacerles caso, porque no quiero volver a casa caminando por esta calle sin un ladrido feliz que me devuelva a la Tierra.
No sabía –¿sabes tú?– que la luz de esos puntos brillantes que se miran durante la noche en el cielo procede de estrellas que murieron hace millones de años y, sin embargo, su fulgor continuará viajando eternamente por el Universo.
Ahora cierro los ojos. Cuando vuelva a abrirlos los perros se habrán ido y sólo me restara esta calle, este frío, este tiempo incierto.
Si alguna vez existí en el tuyo, enciéndete otra vez, porque no quiero volver a la Tierra sin el brillo de tus ojos…