Por ANDRÉS TAPIA
Cual si fuera la botella arrojada al mar por un náufrago en cuyo interior viaja un manuscrito, la noche de ayer recibí un mensaje de una mujer a la que querré siempre. “¿Hace 24 años…? No puede ser”. Ella se llama Elena Echániz Michels. Elena responde a un texto publicado en mi blog el 10 de junio de 2015. De la publicación de ese texto hasta hoy han pasado algo más de 10 años.
La ultima vez que vi a Elena fue el verano del año 2002. Ella fue la guía que condujo a un grupo de 10 periodistas latinoamericanos durante un viaje por Alemania organizado por la Internationale Journalisten-Programme (IJP), una organización que ofrece becas a periodistas de Latinoamérica y Alemania con la finalidad de llevar a cabo un intercambio periodístico y cultural.
El mensaje de Elena explota en mi memoria. Marzo y abril del año 2001 son dos de los meses más maravillosos de los 690 que han transcurrido desde el día que nací. Sin pensarlo, republico el texto al que Elena ha respondido diez años más tarde (Berlín nunca es para siempre) y cito a casi todos los que vivimos ese tiempo en Berlín y Alemania.
Poco después de la medianoche del 6 de agosto de 2025, horario central de México, mi país, un post que reivindica la memoria y abreva, sediento, en la nostalgia, es enviado a ocho destinatarios que habitan en Latinoamérica y Europa… faltan tres, cuya dirección no he podido encontrar.
No espero likes, ni comentarios, la republicación de mi texto ha surgido de ese concepto tan cursi y estúpido como puede ser la amistad y la nostalgia de un adicto a la nostalgia, como soy yo. Pero llegan unos y otros. Y uno de ellos anuncia la muerte de Eduardo Simões, uno de esos 10 periodistas que coincidimos en Berlín al final del invierno y el principio de la primavera del año 2001. Muerte ocurrida unas horas antes.
“La primera vez que tuve la sensación de estar unido a otros fue leyendo más tarde, en Francia, Terra Nostra de Carlos Fuentes”. La cita es de Milan Kundera.
Elena Echániz Michels, comadre de mi alma, evoca un pasado maravilloso y muy lejano. Correspondo con la pasión que me habita desde niño y, repentinamente, como suelen ser la vida y la muerte, el chispazo que reúne de nuevo a 12, 13 personas en Berlín se transforma en un incendio: Eduardo Simões, editor en jefe de Esquire Brasil, ha muerto.
Flaco, como una espiga de trigo, tenía ese maldito-bendito donaire de los iluminados. La primera vez que me dirigí a él padecía una resaca terrible: “Café, Eduardo, café”, le dije.
Éramos opuestos, pero demasiado iguales. Líderes ambos podríamos habernos confrontado. Pero no ocurrió. Sin proponérnoslo, nos dimos cuenta que nos necesitábamos intelectualmente el uno al otro. Con la mediación de Ligia, la otra cómplice, nos volvimos indivisibles.
La despedida de aquella coincidencia en Berlín el año 2001 de diez periodistas latinoamericanos y una guía española tuvo lugar en un bar ubicado cerca del barrio de Hackescher Markt. Todos lloramos, unos menos, otros más. Y tendría que haber sido sólo la emoción del momento, del tiempo compartido, maravilloso, ciertamente, pero no suficiente, quizá, para trascender al futuro. Pero esos poco más de dos meses se quedaron marcados en nosotros como si fuesen la herida de guerra de un combatiente que, al amparo de un bourbon y un bartender amable, gusta de recordar y exhibir.
Empero, hubo otras despedidas. Las más íntimas, las del uno al otro, a la otra. La que tuve con Eduardo es la que me puede más, hoy más que nunca. En la esquina que forman las calles Friedrichstrasse y Doretheenstrase, en Berlín, existe una librería llamada Kulturkaufhaus Dussmann, un oasis, un imperio, una idea exquisita e inacabada de lo que debería ser una catedral de la cultura.
No recuerdo porqué, tampoco el cómo, pero a finales de abril del año 2001 Eduardo y yo nos vimos ahí. En la planta baja de un edificio de cuatro plantas, nos abrazamos como dos condenados a muerte. Macho él, macho yo, contuvimos las lágrimas, pero la tristeza no la pudimos detener.
En diciembre de 2015 me escribió: visitaría México por unos días y quería verme. Le dije que sí. Infortunadamente me surgió un viaje esos mismos días y no pude coincidir con él.
Sin saber porqué, y no quiero saber porqué, Eduardo se ha ido. Mi última imagen de él ocurre en la librería Kulturkaufhaus Dussmann, en Berlín.
Te quiero siempre, maldito-bendito flaco.
P.D.: Tú detonaste todo esto, Elena.
