Por ANDRÉS TAPIA
Era poseedor de una de las bellezas masculinas más inquietantes de toda la historia, especialmente porque no se adivinaba en su origen. Su padre fue un lechero que más tarde devendría contador; su madre, una ama de casa que moriría a los 41 años de un cáncer en la sangre. Acaso el único detalle que podría dar indicio alguno de su guapura fue haber nacido en la soleada y mítica California, específicamente en Santa Mónica.
Por ahí podría uno tirar para hallar las pistas que más tarde lo conducirían al cine. Antes, empero, tras la muerte de su madre y convencido de que podría ser pintor, se embarcó en una aventura por Europa en donde malvivió y se convirtió en alcohólico. Pese a ello, pudo estudiar en la École des Beaux-Arts de París.
A Robert Redford lo conocí no en el cine, sino en la portada de un disco de vinilo de 45 revoluciones que mi padre compró tras la aparición de la película El golpe (1973), cinta en la que compartió créditos con su amigo y alter ego Paul Newman. Pero yo no sabía quién era ese hombre que portaba una cachucha y abrazaba a otro hombre que sobre la cabeza llevaba un Fedora (tenía cinco, tal vez seis años). Y tampoco me interesaba.
Le conocería muchos años después, no puedo precisar cuántos ni cuándo, pero aventuro que pudo ser alrededor de mis 15. Todos los hombres del presidente (1976) marcaría mi vida como amante del cine, pero también definiría la que habría de ser mi profesión años más tarde. Redford interpretando a Bob Woodward, y Dustin Hoffman haciendo lo propio con Carl Bernstein, se convirtieron en mis héroes y en lo que quería ser (y fui) algún tiempo después.
Pero no, no estoy siendo exacto. En realidad, mis verdaderos héroes fueron Woodward y Bernstein. Redford y Hoffman apenas habían sido interlocutores que me permitieron conocer a los dos periodistas de The Washington Post que destaparon el escándalo conocido como Watergate y echaron de la presidencia a un malnacido llamado Richard Nixon (y qué otra cosa son los actores sino precisamente eso: interlocutores de la ficción o la realidad).
No mucho tiempo después volvería a encontrarme con Redford, pero esta vez fue él, el actor, el que habría de marcarme. En una de las escenas más trascendentales de Out of Africa (1985), Denys (Redford) le dice a Karen Blixen (Meryl Streep): “Tú me lo arruinaste”. “¿Arruinarte qué?”, responde ella. “El estar solo”.
Para entonces yo ya había advertido la belleza insolente de Redford: su rostro de héroe escandinavo, su cuerpo que parecía haber sido forjado en Esparta, su elegancia natural incluso en andrajos. Pero, aunque podía –y quería–, Hollywood no se estaba aprovechando de eso. Y Redford tampoco lo permitía. El cazador solitario en el continente salvaje, el hombre rudo que parecía (y no lo era), acababa de confesar que no era inmune al amor.
Reviso los roles de Redford y el hombre rudo y galán nunca acaba de serlo. No en Butch Cassidy and the Sundance Kid, no en Spy Game, no en The Sting, no en The Best, no en The Horse Whisperer, no en la que quieras nombrar, ¡no! ¡En ninguna!
Menciono todo esto porque el mejor Redford, como actor, para mí es uno que protagonizó una película que no recibió las mejores críticas. Una película en la que es (casi) lo que acaso Hollywood siempre hubiera querido de él: el galán, el todopoderoso, el macho alfa, el hombre que puede comprar todo lo que quiere porque tiene el dinero para hacerlo.
En Indecent Proposal (1993) Redford personifica a John Cage, un multimillonario que durante una noche de juerga en Las Vegas conoce a la pareja que forman Diana (Demi Moore) y David Murphy (Woody Harrelson). Tras entablar contacto con ellos (y ganar un millón de dólares en una tirada de dados gracias a los oficios de los labios de Diana que besa y arroja los dados), Cage los invita a una fiesta privada en la que les hace una propuesta velada, pero directa: “Desafiemos el cliché (‘no se puede comprar el amor’), pongamos que te ofrezco un millón de dólares por una noche con tu esposa…”
En tiempos como los actuales la propuesta de Cage desataría una protesta feminista de alcance mundial, al punto que el movimiento Me Too sería visto en los libros de historia como sólo una escaramuza. Y sí, ¿qué hijo de puta se atrevería a ofrecer una suma de tal proporción con tal de tener sexo con una mujer? (descarten, por favor, a Donald Trump, estamos hablando de hijos de puta decentes).
En la película David y Diana ceden a la oferta de Cage. Luego de eso, como resulta obvio y predecible, se separan. Cage, valiéndose de todo su poder, buscará a Diana y eventualmente coincidirá con ella. Redford, el actor políticamente correcto, el galán que nunca quiso serlo, se ha prestado para interpretar a un hijo de puta.
La escena que define mi admiración, como actor, hacia Robert Redford, quien tenía 56 años cuando filmó esa película, tiene lugar en una mansión de la ciudad de Los Ángeles, el sitio en el que vivió gran parte de su vida. Cage lleva ahí con engaños a Diana con el pretexto de buscar una nueva propiedad que comprar. Esa casa, en realidad, es suya.
La escena inicia con la mano de Cage colocando la aguja de una tornamesa sobre un disco de vinilo. Los espectadores no sabemos qué está sonando, pero una búsqueda posterior nos hará saber que esa pieza instrumental se llama “The Girl Who got Away”. La cámara se enfoca en Redford que lleva puesto un traje oscuro, quizá de Zegna, tal vez de Armani, acaso de Boss. Tiene las manos en los bolsillos de sus pantalones y en el principio de su relato se advierte la soberbia del macho alfa que lo tiene todo y ha conseguido todo. Es sólo que, mientras vierte sus palabras, su tono y actitud empiezan a cambiar: mira hacia abajo, mantiene las manos en los bolsillos, su mirada se torna triste… Todo eso mientras dice lo siguiente:
“Hace tiempo, cuando era joven, volvía de algún sitio, del cine o algo así, y viajaba en el metro. Frente a mí estaba sentada una chica que llevaba un vestido abotonado hasta aquí, hasta el cuello, la cosa más hermosa que he visto jamás. En ese tiempo yo era tímido, así que cuando ella me miraba yo apartaba la vista, y luego, cuando yo la miraba, ella también apartaba la vista. Al fin llegué a mi parada, bajé, las puertas se cerraron y, cuando el tren se alejaba, ella me miró directamente y me dedicó una sonrisa increíble. ¡Fue horrible! Quise forzar las puertas, abrirlas… Volví todas las noches, a la misma hora, durante dos semanas, pero ella nunca apareció. Eso fue hace 30 años y no creo que haya pasado un solo día sin que piense en ella. No quiero que eso vuelva a suceder. ¿Bailamos?”
John Cage, el multimillonario e hijo de puta, perdería a Diana eventualmente, quien hacia el final de la película volvería con David. Robert Redford, el actor, se negaría a ser el cliché que en esa película lo suponía un sex simbol para ser lo que siempre fue: un caballero que renegó de la fama fácil que le pudo haber ofrecido Hollywood.
Miro, y miro, y miro otra vez la escena. Demi Moore (Diana), traga aire, saliva y contiene lágrimas.
John Cage era un hijo de puta, pero Robert Redford lo hizo el hijo de puta más maravilloso del mundo.
John y Diana bailan en la pantalla de mi computadora.
La pieza se llama “El hombre que se fue”.