Juliette

Por ANDRÉS TAPIA

Tú despertaste con la sensación de su perfume entre tus ropas: aquella pesadilla harto repetida en que le hacías el amor dulcemente, cientos de veces, y ella besaba tus manos sumisa e infantil, con la devoción de una virgen recién desflorada, los cabellos alborotados, inciertos en su boca, la sangre y el agua de su himen descendiendo los muslos profanados, rosados, gentiles: piel de hembra y no de niña.

Alcanzaste los Gaulloises Bleus, el encendedor adjunto. Entre volutas de humo y el dolor de estar despierto, la fantástica realidad se plegó ante ti y no la descubriste a pesar de la certidumbre de los rayos de sol cuyo trazo al traspasar la persiana dibujaba la geometría invertida de una celda. Mecánico, hundiste una mano bajo el piyama y palpaste el símbolo de tu virilidad: tan fláccido como el tallo de una rosa muerta, casi frío, casi tibio, casi caliente, pringoso, absurdo en su mediana dimensión: incompleto –pensaste.

En la incomprensión de tus ojos abiertos aún arremetía contra tus labios la perfección rosada de sus pezones y la egregia forma de los senos que fueron tuyos tantas veces y en realidad nunca lo fueron: lo sabes bien. Tenía 22, lo recuerdas, te lo dijo aquella mañana entre los aromas de tu café irlandés y el de su jugo de naranja: día sin sol, amenazante de una lluvia que nunca cayó. La perseguiste. Ascendió las escaleras del subterráneo de la Rue Chateaubriand y la advertiste con el rabillo del ojo, por encima de Le Monde que hojeabas sin leer; llevaba puesto el vestido púrpura, ése que ya habías visto en otro sitio, quizá en un tiempo distinto, acaso en otra persona. No te permitiste el razonamiento de tu aparente deja vú, arrojaste el periódico al suelo, tú, siempre tan pulcro. Y la seguiste.

Estaba hecha ­­–lo intuyes ahora que el humo del cigarrillo uniforma su rostro en el aire de la habitación– de hastío y primavera, de dolor irredento y la bruma de una montaña, de su ignorancia que la hacía fuerte e invulnerable a las nuevas miradas que al fin la descubrían y en silencio le rendían la pleitesía del miserable: mirar mas nunca poseer. No fue tu caso. Te abandonaste al tono matemáticamente exacto de su piel, a los pliegues de su cuerpo que el vestido púrpura disimulaba y no, a su andar presuroso y comprometido con los semáforos y los perros callejeros que la detenían y le husmeaban las rodillas cuyo olor tú ya adivinabas; en el lamento de sus ojos inquietos te acurrucaste: verdes cuando miraba de frente, azules al palidecer, violetas durante la noche… y siempre eternos. La llamaste Juliette, y no la conocías, le dijiste Juliette, y no sabías, la nombraste Juliette y ella respondió.

–Mi nombre… ¿cómo lo sabe?

Sonrió en la plenitud de su desconcierto. Más desconcertado estabas tú y no supiste que decirle. Excepto…

–Juliette…

–¿Quién le dijo mi nombre?

–¡Qué nombre tan hermoso!

Ella volvió a sonreír y acaso no fuiste tú el destinatario de su sonrisa. Entonces dijiste:

–No lo sabía, pero alguien como tú sólo podría llamarse Juliette.

Tú puedes recordar, mientras enciendes otro cigarrillo, que ella lo encontró divertido y luego, cuando se sentaron en aquel cafetín suburbial que quedaba de paso, lo supuso fascinante y lo atribuyó al arcano. “¿Cómo puede una persona –te habría dicho– adivinar el nombre de alguien a quien no conoce, a quien nunca ha visto, sin que el destino, que es el nombre que le damos al futuro previsto por alguien distinto a nosotros, haya metido la mano?”.

Jugueteaste con el recuerdo de la misma manera en que un niño solitario patea un balón; extendiste la mano, tú, siempre cuidadoso de las formas, y llevaste la botella y los asientos del bourbon a tus labios con tan poco tino y asaz avidez, que el licor se derramó por las comisuras de tu boca y te inflamó el cuello y luego el pecho. Sin saber cómo te descubriste llorando, tú, un émulo de Humphrey Bogart, y saltaste de la cama y contemplaste París al través de los orificios horizontales de las persianas y la imaginaste andando por ahí, con su vestido púrpura, cuando todavía no la nombrabas Juliette, cuando ella misma no se sabía Juliette, tal y como te hubiese gustado saberla siempre.

Pero a esa cita premeditada por alguien siguieron otras azarosas, auspiciadas por tu galantería y tu soledad de ser errante y misántropo. Siempre en aquel cafetín suburbial de la Rue des Écoles, siempre de mañana, siempre café irlandés y jugo de naranja, siempre Juliette y tú, siempre Juliette, siempre…

Y llegó al fin el día en que, luego de despertar, de asumir tu realidad bajo la ducha, luego de afeitarte con sumo cuidado: lavanda en el cuello, camisa de seda blanca, traje de lino gris, abrigo negro de cashmere, mancuernillas de plata, decidiste frente al espejo, mientras anudabas la corbata de seda de Como, que Juliette sería el antídoto a la miseria de tu alma. Ninguna como ella, perfecta, la mujer que encontrarías en vigilia cuando tus pesadillas te expulsasen, violento, de la cama: ella secaría tu sudor con sus manos, lo lamería entre besos, llevaría tu cabeza hasta su regazo y poco a poco, sin que lo notases, caerías dormido en ella, abrazadas tus piernas a las suyas, contenida tu respiración en el pliegue de sus senos, siempre desnudos, tuyos, siempre… Habría siempre para ti, cada mañana, una taza de café irlandés que ella te entregaría, sonrisa en los labios, detrás el vaso lleno de jugo de naranja que la oculta y la descubre y la vuelve inimaginable… siempre… Juliette.

Cómo la querrías, pensaste después de tres intentos de anudar la corbata sin éxito: le llevarías diariamente las rosas que vende la anciana bajo la siempre sombría catedral de Notre Dame de la Garde; ahí te casarías con ella, augurabas, si es que Juliette creía en el matrimonio y en las uniones que bendecidas por Dios se suponen eternas. Con ese pensamiento dejaste de contemplarte en el espejo y corriste a su encuentro. Llevaba puesto el vestido púrpura, aquél de esa mañana en que la nombraste Juliette y ella respondió.

Siempre tan obsequioso de los modales, extendiste el estuche negro con el anillo de 50,000 euros que llevabas en uno de los bolsillos. Ella lo abrió y sus ojos derramaron lágrimas al tiempo que, gozosa, te suplicaba le hicieras el amor. Prendada a tu cuello, abordaron el coupé plateado la mañana en que Juliette, al fin Juliette, sería tuya como tantas y tantas veces habrías imaginado. Y al llegar a tu departamento, en el umbral del mismo, ella te besó, Juliette te besó, tú la besaste y se besaron largamente hasta encontrarse desnudos y…

Tú escuchaste claramente el ronco arremeter de un puño contra tu puerta, las voces que clamaban tu presencia y al fin un golpe seco y ensordecedor. Entonces pareciste olvidarte todo y no pudiste darte cuenta cuando uno de aquellos hombres ciñó frente a tu rostro una pistola y el otro sujetó tus brazos detrás de ti y esposó tus manos… te perseguía el aroma de Juliette, el perfume de su cuerpo profanado en aquella pesadilla harto repetida las siete noches de la última semana. Tú pudiste recordar cuando ella te dijo que sería tuya para siempre si es que el destino no la hacía tropezar algún día, al ascender del subterráneo, con alguien que adivinase su nombre; “pues si eso ocurriese –te habría dicho–, sería clara señal de que nuestro tiempo ha terminado”.

Tú, mientras aquellos hombres te arrancaban de aquella habitación, al fin contemplaste la realidad que tu pesadilla obnubiló por espacio de una semana. Con horror dilatado descubriste a Juliette, desnuda de púrpura, descompuesta mas aún bella, yacente en tu cama y tu destino. Y supiste que sí, mientras te llevabas los restos de su aroma ya corrupto, que Juliette sería tuya para siempre.