Cuatro conejos y un perro el último día del verano

Por ANDRÉS TAPIA

Pensarán que estoy loco, pero los edificios ya estaban ahí. Desiguales se proyectaban del asfalto a la noche y se escondían de ella o se perdían en su oscuridad. No había nadie esa ocasión. Y en realidad nunca hubo nadie. No tenían que exhibirse para existir. Cerradas las cortinas había que imaginarlos, crearlos a partir del devenir de sus siluetas. Y uno podía equivocarse. Ciertamente.

Por ello, cuando decidí que la sombra que bailaba cada noche a eso de las 10:30 horas en la quinta ventana del lado oeste de un edificio de diez pisos cuya fachada daba a la calle Yancy debería llamarse Mary Beauty, ser enfermera y no tener más de 28 años, estuve seguro de que ninguna de estas cosas era cierta. Mary Beauty, quiero decir, la sombra de Mary Beauty, fue la primera cosa que vi.

Nunca llegaba a casa antes de las ocho y jamás pasadas las diez. Antes de encender la luz asomaba a la ventana y con ambas manos se recogía el cabello y sacudía graciosamente la cabeza. Siempre. Después encendía un cigarrillo, el bolso aún colgado de su hombro izquierdo, y daba dos o tres bocanadas antes de arrojarlo al vacío. Entonces hacía correr las persianas y al encender la luz se convertía en Mary Beauty.

Miraba su espalda alargada, la miraba inclinarse para poner un disco en el reproductor. A veces hacía sonar algo de Lenny Niehaus o Ewan MacColl; otras de Thelonious Monk y Charlie Parker. Pero siempre, invariablemente, culminaba la sesión Brian Setzer Orchestra interpretando “Sammy Davis City”.

Con los primeros acordes se despojaba de su chaqueta, giraba con los brazos extendidos, la cabeza echada hacia atrás, y, con cierta indecible elegancia que antagonizaba con el desparpajo festivo de la melodía, el resto de su ropa abandonaba presurosa su cuerpo.

Quizá soy un obseso. Es posible. Asistí a esa ceremonia 395 noches, lo tengo anotado aquí, en mi libreta, desde el 14 de septiembre de 1995, siempre con un trago de Wild Turkey en la mano, siempre con un Lucky Strike en la otra, siempre con los ojos llenos de Mary Beauty y el corazón enloquecido. Siempre. Diré en mi descargo que no me masturbé pensando en Mary Beauty. Que jamás, excepto los tres minutos y cincuenta y cinco segundos que duraba “Sammy Davis City”, imaginé poseerla. Que nunca hice intento alguno por conocerla. Todo lo que ocurrió después fue obra del azar y no de mis deseos.

No vivía sola. Cerca de la medianoche, cuando aquella sombra que iluminaba la persiana se hacía cubrir por una bata de estar que eternamente imaginé transparente y casi rosada, otra sombra, otra mujer, ingresaba al apartamento. Era muy delgada. El cabello tan largo que amenazaba con cubrir sus caderas, ocultaba por completo su tórax. Sus brazos eran los de un cadáver putrefacto. Y sus piernas, bueno, ya lo saben… sus piernas eran dos prótesis grotescas.

Pensarán que soy un demente, es posible. A ella la llamé Mary Twohalves.

Querrán que les diga que Mary Beauty y Mary Twohalves eran amantes. Que cuando ésta llegaba al apartamento aquélla le arrancaba las piernas al tiempo que introducía su cabeza entre los muñones y luego su lengua mucho más allá, que los estertores de la lisiada eran sólo comparables a los de un hombre que se quema vivo y la hegemonía sexual de Mary Beauty, a pesar de todo, candorosa. No lo sé. Eso no lo vi ni lo imaginé. Nunca. Y les repito que estuve ahí, quiero decir, miré, 395 noches.

Algunas veces, muy pocas, miré a Mary Beauty y a Mary Twohalves bailar juntas. Era… no lo sé… macabro. Mary Beauty sostenía en vilo a Mary Twohalves y la hacía girar al compás de un vals muy famoso… creo que de Tchaikovsky. Mary Twohalves apoyaba su cabeza en el hombro de Mary Beauty, le ceñía los brazos exangües alrededor del cuello y creo que lloraba. Las miré hacer eso, déjenme ver… por aquí… por aquí… ¡aquí está!: 23 veces, quiero decir, noches.

Pero no siempre, no es así. Pasaron dos años en total, dos años. Hubo noches en que Mary Beauty no llegó a dormir, noches en que Mary Twohalves se asomaba a la ventana y parecía mirarme, noches en que aquel apartamento permaneció tristemente oscuro, como un faro abandonado. ¿Qué podía hacer? Empecé a leer: Truman Capote, Tom Wolfe, Jane Austen, T.S. Elliot, pero a éste pronto lo dejé.

Una ocasión, a la mitad de The Grass Harp, a la mitad de la noche, cuando ya me había convencido de que ninguna de las dos sombras aparecería, la ventana se iluminó. Corrí a servirme un Wild Turkey, encendí un Lucky Strike… y nada. Sólo la luz y las siluetas de una lámpara de pie, un florero vacío, una pila de discos compactos… nada. El edificio de diez pisos cuya fachada daba a la calle Yancy parecía un cíclope gigantesco. No había nadie, nunca hubo nadie, excepto aquella luz. Apuré el whiskey, acabé mi cigarrillo. Me fui a dormir.

Tuve un sueño: Mary Beauty y Mary Twohalves llamaban a mi puerta. Yo freía un poco de tocino, tostaba pan, calentaba café. Sabía que eran ellas. ¡Pero no podía saberlo!: aún no abría la puerta. Cuando lo hice me descubrí desnudo, hincado delante de ambas. Sólo cuando Mary Beauty me levantó sin esfuerzo, me di cuenta que no tenía mis piernas. Me hizo girar mientras yo trataba, inútilmente, de gritar, de librarme de ella. En medio de todo eso observé cómo Mary Twohalves se arrancaba las dos prótesis y las introducía a la nevera. No es tan malo, Scotty, decía, verás, no es tan malo: la vida encuentra su camino… pensarán que estoy loco, es posible, sí, seguramente… Entonces se marcharon, entonces desperté.

Corrí a mi ventana y miré la suya iluminada. Pero ahí sólo estaban las siluetas comunes: una lámpara de pie, un florero vacío, una pila de discos compactos. No pude conciliar el sueño nuevamente… no hasta que acabé con la botella de Wild Turkey.

Amaneció. La cabeza echa un nudo, el corazón latiéndome como a un condenado. Una ducha fría, pensé, lo arreglaría todo. Y quizá así hubiera sido de no ser por los cuatro conejos y el perro que encontré al pie de la entrada en una canasta de esas en las que uno abandonaría un bebé en la puerta de la casa de alguien. Y estaba esa absurda nota que ya leyeron: “No podemos hacernos cargo de ellos. Haga el favor”. Pero lo más desconcertante fue que, al fondo de la canasta, debajo de aquellos cinco animales, tan caliente como si fuera un huevo, había ese disco compacto que usted tiene en la mano… Claro, tenía que ser ése, que otro si no: Brian Setzer Orchestra interpretando “Sammy Davis City”.

¿Qué demonios se supone que debía pensar? Pues lo que pensé: que habían sido ellas y nadie más. Pero, por alguna razón, y supongo que en parte fue porque diez pares de ojillos me estaban mirando con el mismo desconcierto con que un bebé miraría por primera vez la parte de mundo que le corresponde, decidí esperar. Ya llegaría la noche, alguna noche, y se encendería la luz, se iluminaría la persiana, Mary Beauty dejaría sus guardias nocturnas en el hospital y saldría a fumar a la ventana mientras Charlie Bird se colaba entre la noche y los edificios y al fin una canción, una que no fuera “Sammy Davis City”, serviría para que se quitara lentamente la ropa en el único ojo de ese cíclope de la calle Yancy.

Me preparé para la ocasión y fui al supermercado. No me hacía falta nada excepto un par de botellas de Wild Turkey, un paquete de Lucky Strikes y, a punto estuve de olvidarlo, lechuga y croquetas para mis distinguidos y azorados visitantes… aquí está la nota de compra, la hora viene impresa, pueden comprobarlo, si hace falta.  Luego volví y pues lo que ya saben. Los conejos habían roído la mesa y las sillas, el pequeño taburete y el sofá donde leía cada noche mientras esperaba la llegada de Mary Beauty y Mary Twohalves. El pequeño San Bernardo había hecho otro tanto. Ya pueden dejar de especular acerca del porqué los zapatos que llevo están llenos de agujeros y a que obedeció el macabro estado de descomposición en que encontraron The Bonfire Vanities cuando ingresaron a mi apartamento.

¿Qué hubieran hecho ustedes?, ¿qué cosa en sus analíticas y lúcidas mentes habrían pensado? ¡Ah, claro! Habrían llamado a la policía. Sí, oficial, alguien vino a mi casa y abandonó frente a mi puerta cuatro conejos y un cachorro de San Bernardo justo hoy que termina el verano. Seguramente. Pues yo me senté a esperar —¿qué otra cosa si no?— mientras los animales dormían en mi cama, se cagaban en la alfombra, mordisqueaban a Jane Austen, masacraban a Tom Wolfe e ignoraban —que cosa más curiosa— a Truman Capote. Y me quedé mirándoles entre sorbos de whiskey, bocanadas de humo y compases enfermizos de “Sammy Davis City” hasta que la luna superó la altura de los edificios, los tendederos, las azoteas y los anuncios de neón.

Dieron las 11:30. Yo estaba borracho; mis huéspedes agotados pero victoriosos. La quinta ventana del lado oeste de un edificio de diez pisos cuya fachada daba a la calle Yancy permanecía en penumbras y lo único que desde mi ventana y embriaguez podía atisbarse era el florero sin flores, los discos compactos y la lámpara de pie.

Opciones más no tenía. Pasé la mitad de la noche recorriendo hospitales en busca de una enfermera rubia, no mayor de 28 años, que respondiera al nombre de Mary Beauty. Tuve la precaución —no podrán negar que fue un gran acierto— de llevar conmigo a los cuatro conejos y al San Bernardo. “Es que le pertenecen”, decía a cada doctor, camillero o enfermera que me salía al paso, “es que son suyos y yo no puedo hacerme cargo de ellos; mire que ya me han devorado a Tom Wolfe y mutilado a Jane Austen. ¿De qué me sirve que me hayan dejado intacto a Capote?”. Sí, ¡ya sé, estoy loco!, pero ¿qué más podía hacer? Fue una fortuna que no hayan llamado a la policía, mejor dicho, una paradoja. De todos modos, aquí estoy.

Al amanecer, cuando el crepúsculo dilataba los edificios, aferrado con el fervor de una madre que a punto está de abandonar a su bebé en el portal de una casa, sostenía la canasta y contemplaba con cierta incomodidad en la garganta a los animales que Mary Beauty, o Mary Twohalves, o ambas, habían depositado en el umbral de mi apartamento. Le dije al portero:

—¿Conoce usted a la enfermera rubia que vive en el quinto piso?

—¿Mary?

—Sí, Mary.

—¡Oh!, por supuesto.

—Estos conejos y el perro le pertenecen.

—Ahora la llamo, sí, ahora.

Uno a uno los conejos saltaron de la canasta y se escabulleron detrás de ese hombre. Sólo el pequeño San Bernardo decidió, si es que en ello intervino su voluntad —si es que es posible que a un animal le sea dado tener voluntad—, permanecer conmigo.

Ya les he dicho que el hombre no volvió. Tampoco los conejos. Fue así como, con el pequeño San Bernardo entre brazos —y todavía no me explico por qué—, subí al departamento. La puerta estaba abierta, los conejos trepaban a todos sitios y descendían, el reproductor de compactos estaba encendido, la lámpara de pie iluminaba nada, en el suelo yacían cientos de discos, de la pared colgaban un calendario y el 22 de septiembre. El perro comenzó a ladrar, saltó de mis brazos y corrió hacia el ventanal cuyas persianas permitían el paso del recién estrenado sol otoñal, los ingenuos embates del viento, la pálida sombra de mi edificio.

Entonces… entonces… me acerqué a la ventana y… y lo que ya les he dicho… Es que ya no puedo repetirlo nuevamente, es que ya no quiero…

…ahí estaba yo, del otro lado, bebiendo un trago tras otro de whiskey, fumando cigarrillos baratos, llorando quién sabe qué cosa, pero terriblemente triste. Yo y todas esas noches. Yo y Jane Austen, yo y Tom Wolfe, yo y Truman Capote, yo sin T.S. Elliot. Yo: solitario: embebido: arrobado: iluso: arrebatado: incierto: añil: fatuo…:

—…qué más puedo decirles…

—Podría decirnos a quien pertenecen las piernas que mordisqueaban los cuatro conejos y el perro que encontramos en ese departamento, señor Reynolds.

—Es que ellas nunca existieron, ustedes lo saben, hube de crearlas a partir de sus sombras, de todo el tiempo transcurrido en esa ventana… en el cíclope de la calle Yancy no vivía nadie…

—Eso es cierto, Reynolds: nadie vivía ahí. Pero también es cierto que las piernas que encontramos no eran prótesis…

—Uno podía equivocarse.

—¿Qué hacía usted en ese apartamento?

—Fui a entregar los cuatro conejos y el pequeño San Bernardo…

—Señor Reynolds…

—Mary Beauty estaba enamorada de Mary Twohalves, yo de una silueta que bailaba en el ojo de un edificio…

—Llévenselo… y también a esos animales.

—Ese disco… uno podía equivocarse.

—Ponlo, Joey, démosle gusto.

When it’s raining and times are hard, and there’s too much junk in the back yard, you hope for a rainbow be it lotto or keno in the trailer park, that’s the light in the dark. In all of the valleys, under lucky stars, by the satellite dishes and the non running cars. I’m feeling all the people dreaming, blue tiles are cool all around the pool. Greek columns are fine, but gimme a deal on the vine. Nothing pretentious, I haven´t changed I got sixty billion, but I’m still the same…