Por ANDRÉS TAPIA

El año de 1971 David Bowie tuvo un sueño. En él, Haywood Stenton Jones, su padre, quien había fallecido en 1969 y que trabajó la mayor parte de su vida como director de relaciones públicas de Barnardo’s Children Homes –una asociación civil británica dedicada a atender niños y adolescentes en situación de abandono o vulnerabilidad–, le dijo que le restaban cinco años de vida y que no debería volver a viajar en avión.

Bowie desestimó el consejo onírico de su padre. Y no.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: FERNANDO ACEVES

Look up here, man, I’m in danger

I’ve got nothing left to lose

I’m so high it makes my brain whirl

Dropped my cell phone down below

Ain’t that just like me?

Lazarus

Uno de los primeros días del mes de enero del año 2000, un teléfono sonó en la redacción del periódico Reforma de la Ciudad de México. Apenas escuchar el timbre, Carlos Meraz y yo nos sobresaltamos. Descolgué, encendí el altavoz, dije “Hello!” y, acto seguido, una voz de inconfundible acento londinense y coloratura de barítono, exclamó: “Soy David Bowie, chicos. ¿Cómo están?”.

Por ANDRÉS TAPIA // © Guy Le Querrec/ Magnum Photos

Era 1976. Desde una ventana del número 38 de la Köthener Straße, en Berlín, David Bowie miró a una pareja besarse. Él era estadounidense y ella, alemana. Detrás suyo se erguían el Muro de Berlín y una torreta de vigilancia. No estaban tan cerca como para provocar a los vigías de la Alemania Democrática, pero a Bowie, en su cabeza, así le pareció.