Por ANDRÉS TAPIA
El pasado viernes 31 de octubre, dejé de ser el Editor en Jefe de la revista Forbes México, cargo que desempeñé por algo más de dos años. Fue una gran época. Divertida e ingrata, inolvidable y eterna, absurda e inédita, como suelen ser –y son– las grandes épocas.
Una docena de personas –de credos, contextos, circunstancias, experiencias y dimensiones distintas, opuestas y en ocasiones radicales–, nos unimos para dar origen a una revista de finanzas y negocios. Eso estuvo bien. Y fue grandioso.
Por razones que no voy a explicar, he tenido que salir por la puerta trasera, casi en sigilo, como un ladrón furtivo que no consiguió robar nada más que un par de dólares y un reloj viejo. Eso también está bien. Y del mismo modo también fue grandioso… al menos para mí.
Pero también fue algo triste –¿qué despedida no lo es?– y silencioso.
Y ahora que digo triste y silencioso, tengo que recordar a un colaborador que era justamente eso: triste y silencioso. Un tipo brillante, poseedor de una prosa atípica e incomparable, que solía escribir –escribe– de temas deportivos
Reconocí de inmediato su talento, un talento que no se correspondía con su imagen melancólica, pero malditos somos y seremos eternamente los que juzgamos a los libros por su cubierta.
Se llama Iván Pérez y si alguna vez leíste algún artículo suyo no lo olvidarás jamás. Es sólo que yo, hoy, además de su prosa impecable e imaginativa, tengo un motivo más para no olvidarlo.
Cuando el ladrón furtivo y frustrado que fui se marchaba en silencio con un par de dólares y un reloj viejo, las palabras de Iván me detuvieron.
No fuimos amigos, no somos propiamente amigos, y sin embargo hoy quiero decir y dejar bien claro que Iván Pérez, reportero de el diario El Economista, es mi amigo. Y siempre lo será.
Esta noche, hace unas horas, recibí una carta de él. La reproduzco:
“Hola Andrés:
Me he enterado recién de tu salida de Forbes. Nunca tuve la oportunidad de charlar más de 20 minutos de corrido contigo, pero sí te escuché hablar las veces suficientes para saber que en el futuro uno siempre puede mantener pasión por su trabajo.
Uno piensa que todo en la vida acaba, que nada es para siempre y quizás ésta es una de las pocas verdades que tenemos: se van los padres, los amores, los amigos, los cariños, el pelo… pero también es agradable saber que el final o la catástrofe se pueden retardar el tiempo que uno decida. Te recuerdo gritando –casi con esas ansias preparatorianas o universitarias– una idea que parecía muy descabellada para la revista y, bueno, a lo mejor muchas fracasaron, pero algo sí que triunfó siempre: tú incansable forma de jamás darte por vencido, de creer, de imaginar (los periodistas cada vez imaginamos menos) y sobre todo de intentarlo.
Es tan complicado ahora hablar de pasión, de creer, de intentar, porque nos muestra tan vulnerables, quizás tan estúpidos, tan poco realistas, tan idiotamente cursis que preferimos opacar el entusiasmo por lo que queremos hacer o por cómo lo queremos hacer.
He pensado en los últimos años de mi vida que cuando uno crece uno deja de creer, y así va conduciendo su andar: creyendo que creer resulta una pérdida de tiempo para la monotonía o el ‘deber’ ser. A la distancia –a la mucha distancia porque convivimos poco– miré contigo que lo único que no nos puede pasar es dejar de intentarlo y defender nuestras convicciones.
Como sabes me dedico a deportes, y también estoy seguro que eso lo sabes: hay un montón de historias sobre eso, sobre esas cosas que uno mira imposibles y que se consiguen. Y, bueno, es muy probable que uno piense que sólo les pasa a ellos, a los ‘elegidos’, a las ‘estrellas’… pero es que nosotros también lo podemos hacer: todo mundo tiene la posibilidad de creer e intentarlo.
No sé qué ocurrió y ni siquiera me interesa saberlo, pero seguro que muchos miramos tu adiós como una partida con la cara en alto, siempre pensando que es posible lo que para muchos resulta una locura, una locura disparatada. Al final del día con lo que uno se queda siempre es con lo que ha intentado, y si es que ocurre, pues es una maravilla; y si no, no hay problema, seguro que habrá que limpiarse las heridas y –¿por qué no?–, tirar una sonrisa de satisfacción. Y es probable que todo eso fortalezca el alma y también los enormes deseos de seguir siendo como uno es y peleando, ‘loqueando…’
A ti y a Jonathan siempre les estaré enormemente agradecido por incluirme en “su” proyecto… que es más que Forbes, es suyo y con eso me quedaré siempre.
Un gran abrazo y gracias por permitirme trabajar contigo”.
El pasado 30 de octubre, rompiendo los protocolos de guerra modernos, salí delante, al frente de mi pelotón, y fui herido y luego muerto.
Mi cuerpo, mi cadáver, quedó a la mitad del campo de batalla.
Nadie fue a recogerlo.
Nadie.
Pero cuando la hierba comenzó a crecer, cuando el viento del otoño agitó las espigas del trigo y derramó sus semillas, un mercenario furtivo cruzó corriendo el campo de batalla, cogió mi cadaver, lo arrastró y le dio sepultura.
Gracias, Iván, por tu valentía.
Y que sepas: yo no te permití trabajar conmigo: tú me permitiste el honor de conocerte.
Y nunca, nunca –por más muerto que esté– habré de olvidar tu gesto, tu valentía, tu figura triste y grandiosa en medio de tanta metralla.
Si Dios existe –y yo no creo en Dios, Iván–, que te bendiga siempre…