El horror como un juego de niños

Por ANDRÉS TAPIA // FOTOGRAFÍA: KIRA USAGI

Sevaun Palvetzian forma parte de una asociación civil llamada CivicAction, la cual se dedica a promover e implementar acciones en los ámbitos social, económico y medioambiental de la ciudad de Toronto. Ella y yo hemos coincidido en una mesa de discusión cuyo título es “Vivibilidad (sic) y conectividad igual a desarrollo económico. ¿Es verdad en el caso de Toronto?”.

Mientras la escucho hablar, noto que aún lleva su anillo de compromiso, amén de su sortija de casada, una joya en oro blanco con diamantes incrustados. Sevaun habla de sus hijos y de lo conveniente que es que en los entornos urbanos los niños puedan disponer de parques cercanos a sus hogares en los que puedan interactuar con otros chicos y también con sus padres. Toronto es una ciudad bastante verde, con muchas zonas arboladas, pero a sus habitantes no les parecen suficientes.

Parte de eso es lo que se discute en la mesa a partir de la inminente puesta en marcha del Union Pearson Express, un tren que conectará al aeropuerto de la ciudad con la estación de trenes Union, la cual se localiza en pleno centro de la ciudad.

Además de ella y de mí, en la mesa hay arquitectos, urbanistas, la directora y algunos ejecutivos de Union Pearson, así como otros periodistas. La discusión se centra en la idea de que Toronto, algún día, si se implementan las políticas adecuadas, alcance el status de una ciudad vivible, transitable, armónica en cuanto a su arquitectura y diseño, y sea económicamente sustentable.

El debate es, sin duda, interesante, si bien su planteamiento me parece una exageración. Toronto no es, ni de cerca, la ciudad más perfecta del mundo. Sin embargo, al mismo tiempo, está muy lejos de ser una ciudad caótica y disfuncional.

Y cada día se aleja más de ello. Apenas el Union Pearson Express dé por iniciado su viaje inaugural el próximo 6 de junio, viajeros, turistas, hombres de negocios y ciudadanos de a pie que pretendan llegar del aeropuerto Pearson a la estación de trenes Union, es decir, al centro de la ciudad, lo harán en tan sólo en 25 minutos.

Pero… ¿está preparada la ciudad para algo así? ¿Recibirán con buenos ojos las nuevas y viejas generaciones una obra como ésta que mezcla, a un mismo tiempo, lo mejor del pasado y el presente? ¿Será sustentable a pesar de que el Union Pearson Express apenas podrá transportar a una cifra cercana a 14,000 pasajeros diarios que ingresarán a las arcas del estado de Ontario cerca de 330,000 dólares canadienses cada día, es decir: casi 120 millones de dólares canadienses anuales?

Esas son las preguntas que se hacen algunos de los habitantes de una ciudad en cuyo centro se localiza el Rogers Centre, el estadio que es la casa del equipo de beisbol Azulejos de Toronto (con capacidad para 54,000 aficionados y cuya inauguración se remonta al año de 1989), el cual suele llenarse al menos tres días por semana.

Y mientras escucho sus planteamientos, inoportuna y absurdamente me escapo de Toronto, vuelvo a México, y me pregunto qué fue lo que condujo a que cinco niños y adolescentes (cuyas edades van de los 11 a los 15 años) del estado mexicano de Chihuahua, hayan torturado, destrozado y asesinado la semana pasada a Christopher Márquez, un chico de seis años que, en algún caso, era además su pariente.

Carlos Fuentes escribió alguna vez: “Sólo dañamos a los demás cuando somos incapaces de imaginarlos”. No quisiera imaginar a Cristopher Márquez, pero si dejo de hacerlo, en tanto estaré ignorando su tragedia, lo dañaré aun más. Su cuerpo fue apuñalado al menos una veintena de veces, los ojos le fueron extraídos, los labios tasajeados, su cráneo molido a golpes de roca y su cadáver cubierto con el de un perro para que el hedor de su cuerpo corrupto se confundiese.

Contemplo la escena un segundo. Sólo un segundo. Luego vuelvo a Toronto convencido de que no tengo respuestas. De que no quiero tenerlas. Porque responder a preguntas como esas sería como dar por sentado que las conozco o al menos las intuyo. Y no las conozco, las intuyo o siquiera imagino.

Alguien me pregunta entonces qué es lo que pienso de Toronto. Respondo que me parece que es una ciudad que, atrapada en la eterna dialéctica del pasado y el presente, está obsesionada con el diseño, la funcionalidad y la estética. El arquitecto Tarek El-Khatib, socio de la firma Zeidler Partnership Architects, replica diciendo que Toronto está muy lejos de eso.

Al día siguiente visito la Art Gallery of Ontario, un museo cuya arquitectura y diseño apuntalan con vehemencia mis pensamientos acerca de la ciudad de Toronto. Mientras me digo que el arquitecto El-Khatib peca de humilde o en su defecto de soberbio, varios niños ingresan gritando de manera estruendosa a la sala que alberga la llamada Colección Thompson de Barcos a Escala. Rachel, la guía del museo que nos cuenta la historia de la colección, hace un paréntesis para decir que la colección de los barcos suele entusiasmar a los niños.

Repentinamente vuelvo a pensar en Cristopher Márquez. Y entre marejadas de vergüenza el conato de mi molestia por los gritos de los niños se disipa.

Mas tarde abordo un taxi y el conductor, un hombre oriundo de Bangladesh, se muestra interesado por el lugar de donde provengo. Cuando le digo que de México, con alguna deficiencia menor pronuncia la palabra “Acapulco”. Luego me cuenta que su hermano estuvo ahí alguna vez y pregunta desde cuando México se llama así; le respondo que oficialmente desde 1821.

“Oh, qué bien”, responde al tiempo que asegura que le gusta aprender historia. Y entonces, con mucha más impertencia que los niños que irrumpieron en la Art Gallery of Ontario, pregunta: “Pero dígame… ¿es cierto lo que se dice de México? Aquí no creemos a los medios de comunicación, pero todos los días escuchamos que en México mataron a 10’, que mañana mataron 20 y pasado mañana a 10 más… ¿es verdad o es mentira todo eso?”.

Repentinamente, en el extremo opuesto del asiento, veo a Cristopher Márquez. Lo miro y lo miro asentir con la cabeza, como si de esa forma autorizara mi respuesta.

“Es verdad”, respondo al conductor.

Luego de eso creo que desciendo con Cristopher y camino de la mano con él. Le cuento de Sevaun, del parque al que lleva a sus hijos, y de la sala de la Art Gallery of Ontario donde uno puede ver todos esos barcos.

Como si fuera de arena o de aire, Cristopher se desvanece.

Camino de regreso al hotel y entre hordas de fanáticos tristes por la derrota de los Azulejos ante los Ángeles de Anaheim, me digo y convenzo de que Toronto es una ciudad vivible.

Y que México, un país entero, hace mucho tiempo no lo es. Y que a partir de que el horror se convirtió en un juego de niños, quizá no lo sea nunca más.