El mundo sin Juan Silvestre

Por ANDRÉS TAPIA

José Ramón: Las cosas buenas se hacen en silencio… espero me perdones que hoy tenga que gritarlas.

Juan Silvestre tiene 25 años, pero aparenta menos, quizá 18. Duerme seis horas diarias, a veces menos, pues tiene dos empleos: durante los días es el portero de un edificio de apartamentos de un barrio de moda en la Ciudad de México; por las noches, en cambio, se encarga de cuidar un conjunto de establecimientos comerciales.

Su nombre posee la estética propia de un personaje de una novela de Gabriel García Márquez o de un relato de Juan Rulfo. Y su imagen, la de todos los días, la que exhibe a los habitantes y transeuntes de la calle en la que trabaja, es una imagen de dignidad, respeto y decencia.

Juan es delgado, apuesto, y muy popular: la gente pasa, lo saluda, y él extiende la mano al aire y sonríe. “Soy sociable”, me dice, si bien el dejo de tímidez y serenidad que exhibe su rostro parece contradecir abiertamente su afirmación.

Circunstancias como la anterior, y algunas otras, parecen sugerir que Juan siempre ha estado en ese barrio, que ahí nació y creció, pero ninguna es cierta. Juan nació en Huejutla de Reyes, un pueblo localizado en el norte del estado de Hidalgo, el cual colinda con la parte norte del estado de Veracruz y que sólo tiene alrededor de 35,000 habitantes.

Hidalgo es un estado vecino de la Ciudad de México, pero Huejutla se localiza en la parte más alejada del mismo. Para llegar ahí hay que viajar entre 7 y 8 horas en autobús, pues es menester bordear las intrincadas colinas de la Sierra Madre Oriental.

Juan cree recordar que hace unos 20 años su padre viajó de Huejutla a la Ciudad de México. Lo hizo pensando en el bienestar de su familia, aunque ello implicase no regresar. Hoy en día trabaja como obrero en diversas construcciones y por las noches, al igual que Juan, se encarga de la vigilancia de una bodega.

Anteriormente el empleo que hoy tiene Juan lo desempeñaba su padre. La confianza que desarrollaron en él los vecinos a partir de su desempeño y honestidad, fue la carta de recomendación que recibió Juan para hacerse cargo del edificio.

Además de sus dos empleos, Juan se encarga de conseguir sitios de estacionamiento en un barrio que, como ya se ha dicho antes, se puso de moda en tiempos recientes y por ello mismo está repleto de autos.

Conocí a Juan por intermediación de una de mis mejores amigas, una mujer inteligente y brillante que no suele confiar en los extraños. Pero incluso siendo un extraño, Adriana encontró en el semblante de Juan un haz de decencia tan singular, que de no ser una metáfora podría advertirse a kilómetros de distancia.

Todos los días, Juan se encarga de conseguir estacionamiento para mi auto y el de Adriana. Todos los días. Y si por alguna razón no está presente en el momento que llegamos, Juan suele volver a cumplir con su trabajo, siempre en medio de disculpas que no debería pronunciar.

Hace unas semanas realicé un viaje y me ausenté de la oficina. Cuando hace dos días intenté entregar a Juan el sueldo acordado, me dijo que no podía recibirlo debido a mi ausencia. “El que yo no venga no implica que tú pierdas ni tu sueldo ni tu trabajo”, le dije. Y le entregué su dinero.

Hijo de la cultura del esfuerzo en un país donde torcer el camino se convirtió desde hace años en un hábito, Juan limpia, barre, lava autos, consigue espacios de estacionamiento, vigila comercios, abre puertas, las cierra. Él prefirió hacer eso a torcer el camino. Y tuvo oportunidad de ello.

Hace tres años Juan trabajó como cantinero en un bar de Huejutla. Preparaba y servía tragos, amén de observar que ciertos clientes del lugar eran objeto de ciertos privilegios: tragos gratis o los favores de las prostitutas que pululaban en el lugar. Cierto día, un hombre mayor se le acercó y le ofreció un trabajo: Juan tendría que trasladarse a cierto campamento de adiestramiento en la ciudad de Reynosa, en el estado de Tamaulipas. Iría con todos los gastos pagados, sería entrenado durante seis meses, y luego de eso trasladado a donde fuese que ordenasen “los jefes”.

“Si aceptas, te pagaremos todo. Si no, no te preocupes, no te haremos nada ni a ti a tu familia”, le dijo aquel individuo, cuyo trabajo era reclutar hombres jóvenes para un cártel del narcotráfico. Juan, por supuesto, se negó.

Mientras charlamos, en víspera de las elecciones intermedias del año 2015 y el cielo de junio augura la llegada de tormentas y huracanes, Juan me cuenta que antes Huejutla era un sitio tranquilo… pero ya no más. Hace semanas, comenzó a circular un mensaje que se volvió viral a través de la aplicación Whatsapp, en el que se advierte a la población que no debe salir de sus casas después de las 22:00 horas, “dado que llegó la caseria (sic) de mugrozoz (z)”. “No perdonaremos a nadie toda persona que ande a las 12 pm (…) será levantado y torturado asta (sic) que able (sic) o muera no queremos confundirlos…” El mensaje está signado con las siglas CDG y CDS (Cártel del Golfo y Cártel de Sinaloa).

En unos pocos días, Juan tendrá que ausentarse de su trabajo para viajar a Huejutla. Su madre sufrió la picadura de un escorpión y debido a otros factores –entre ellos un disgusto que Juan asegura haberle provocado por fungir como aval de un amigo que pidió un crédito y se atrasó en los pagos– la salud de su madre se agravó.

“Tenemos una pequeña tienda de misceláneos que pusimos entre ella y yo; voy a ayudarle con eso mientras se recupera. Después espero volver”, asegura, y agrega que pedirá a la persona que lo supla que se encargue de mi auto y el de Adriana.

En conjunto, los empleos mensuales de Juan le reportan 9,200 pesos mensuales (unos 600 dólares), y los trabajos extras unos 2,000 más (unos 130 dólares). Por un tiempo indeterminado, Juan dejará de percibir ese dinero. Y quizá tendrá que empezar de nuevo.

“¿Vas a votar el próximo domingo?”, le pregunto. “No puedo votar porque la credencial que tengo está domiciliada en Hidalgo”, se excusa. Y más adelante añade: “Pero ningún candidato me convence con todo lo que dice, si pudiera votar, no lo haría. Sé que hago mal por no votar porque dejo que los otros sigan decidiendo”.

He dicho ya que Juan Silvestre luce menor en relación a la edad que tiene. Y, mientras charlamos, me parece que su semblante rejuvenece con cada palabra y cada razonamiento. Al final, lo que veo no es un hombre joven, sino un niño que ha madurado a base de pasos gigantescos. Pero, al mismo tiempo, puedo reconocer en él la inocencia de alguien a quien los usos y costumbres de la sociedad mexicana en su conjunto, no han logrado, a pesar de sus esfuerzos cotidianos, corromper aún.

Mi egoísmo me hace prefigurar la ausencia de Juan como una gran tragedia, pero no precisamente porque a partir de ahora, quizá tendré que encontrar estacionamiento para mi auto por mí mismo o por otros medios; no, nada de eso.

Lo que en realidad me entristece es que dejaré de ver (no sé por cuánto tiempo) a una persona honesta y decente cuya sola existencia, a partir de los detalles más simples, hacía mis días mucho más llevaderos.

El mundo seguirá existiendo conmigo, sin ti o a pesar de ti y de mí. Y será el mismo mundo y nada pasará.

El mundo sin Juan Silvestre, en cambio, es un mundo que no me atrevo a imaginar.