Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: GODLESS (NETFLIX)
Milva sólo era amiga de alguien que era conocido de uno más y tal vez hijo de ese o incluso de aquella. Vivía a las afueras de Perdición en una cabaña pequeña que pese a ello tenía un granero y a la que los coyotes sitiaban de cuando en cuando, especialmente en el invierno, cuando los caballos relinchaban ateridos por el frío y se hacían evidentes no sólo a su olfato sino también a sus oídos.
Era viuda de alguien, alguien que en Perdición decían combatió bajo las órdenes del general Ulysses S. Grant en la batalla de Appomattox Court House. En ese sitio habría muerto de manera absurda e improbable porque aquel combate no sólo concluyó con la rendición de Robert E. Lee ante Grant, sino también con la Guerra Civil de los Estados Unidos.
Si todo eso que se decía en Perdición de Milva era cierto, ella habría recibido una mañana, justo el día en que cumplió 25 años, una carta firmada por el propio Ulysses S. Grant en la que llanamente le decía que Andrew Paxton, Andy, había muerto defendiendo los ideales que en el futuro –si alguna vez había un futuro– convertirían a los Estados Unidos en la nación más justa y próspera de la Tierra.
Milva, que por las mañanas tenía el cabello del color de las castañas antes de ser sometidas al fuego, se sentó en el rellano del pórtico de su casa en Elizabethtown, Kentucky, y miró alejarse a un soldado de la Unión que vestía los mismos pantalones grises y la casaca azul prusiano y el sombrero Hardee que portaba Andrew Paxton aquella mañana, también, en que le prometió que volvería.
Andy, lo supo en ese instante, no volvería jamás.
Milva se marchó de Elizabethtown una mañana jubilosa de primavera con dirección al Oeste. A Perdición, Texas, la vieron llegar una tarde lluviosa ya casi de otoño. Viajaba con su madre a bordo de una carreta de la que tiraban dos caballos tristes y a la que seguía de cerca un cuervo moribundo cuyas alas rivalizaban con el color de su cabello. Y también con sus ojos.
Sin saber nada de ella, sin saber nada tampoco de Andy, esa misma tarde, o quizá fue ya entrada la noche, comenzaron a llamarla la Viuda de Perdición. Y fue también esa misma tarde, o noche –ya no lo sé–, que en el Salón, en la Comisaría, en los porches de las casas, en los establos y en las postrimerías, nació la leyenda de una mujer que por las mañanas tenía el cabello del color de las castañas antes de ser sometidas al fuego, pero por las noches, apenas caer el sol, este se oscurecía como las alas de un cuervo moribundo. Y también sus ojos.
Milva y su madre fueron a vivir a una cabaña pequeña situada a las afueras de Perdición que el ejército unionista expropió a los Confederados y le entregó a modo de compensación. Dijeron entonces que era la amiga de alguien que era conocido de uno más y tal vez hijo de ese o incluso de aquella. O quizá la viuda de un soldado de la Unión. Tendría que serlo. Y tendría que ser así porque nunca, en todos los años de existencia del pueblo, ninguna mujer tan hermosa como Milva Paxton había nacido o aparecido en Perdición, Texas.
La vida en el pueblo era simple. El sol quemaba por las mañanas, los hombres marchaban a su trabajo en la mina y el aroma a huevos y tocino se desperdigaba por todos los sitios como el más exquisito de los perfumes. Milva y su madre, mientras tanto, cavaban un pozo en busca de agua y por las tardes, cuando el viento alborotaba el polvo y las ganas, y la soledad se volvía omnipresente al influjo de un recuerdo que procedía del norte, bebían café mirando al horizonte. Vencida por los años, la madre de Milva la besaba en la frente y se retiraba a dormir. La Viuda de Perdición, en cambio, permanecía un rato más mirando las estrellas.
La noche antes de morir, Andrew Paxton, Andy, despertó sobresaltado a medianoche en la trinchera. Y dijo a uno que estaba ahí a su lado, que se llamaba Roger y había nacido en Boston, que su mujer había venido a visitarle en un sueño.
–Llegué al Salón de un pueblo que no conozco, un pueblo simple y olvidado. Tenía un dólar en el bolsillo y mucha hambre, pero también moría por un trago de bourbon. Y ella estaba ahí, como si nada, como siempre estuvo en mi vida. Como si no la conociera. “Invítame un trago”, dijo, y yo palpé mis bolsillos con vergüenza. ¡Dios, Roger! Era tan bella. Su cabello del color de las castañas antes de ser sometidas al fuego, y los ojos en el mismo tono pero fulgurantes. Los sutiles arcos de los Pawnee eran sus cejas, las colinas de Virginia la medida exacta de sus pómulos y sus labios un concepto que ya no reconozco en medio de las heridas sangrantes de esta guerra. Ella sonreía y me di la vuelta. Pensé en matar a alguien para invitarle uno y mil tragos y toda la borrachera. Pero como no lo haría volví a palpar mis bolsillos y, como si fuera un milagro, percibí cien monedas. “Esto no está funcionando, será mejor que me marche”, dijo, y no sé cómo, pero logré retenerla. Y se quedó conmigo, ahí, toda la noche, y me besó y la besé y entonces escuché ese disparo de artillería. Era Milva, mi esposa, pero no era mía: tan sólo una mujer que vino a recordarme la vida en un sueño… ¡Los confederados están atacando, Roger, acabemos de una vez con esta mierda!
Una mañana, una tarde, una noche –da igual y ya no lo sé o no lo recuerdo–, a lomos de un caballo berrendo, un forastero se apareció en Perdición. Entró al Salón, pidió un bourbon, y luego una dirección o un nombre o algo.
Milva le miró llegar a la mañana siguiente. Una sutil brisa agitaba el polvo del pueblo.
Él la miró cubriéndose los ojos con la palma de la mano, de la misma manera en que se mira al sol en el desierto. Con las maneras de un cuatrero se llevó la mano derecha a un costado, pero no extrajo un revólver sino un trozo de papel doblado en cuatro partes.
–Estas son las últimas palabras de tu esposo, me las dijo la mañana del día en que murió. Las escribí sin prometerle que te buscaría para decírtelas, y de todas formas aquí estoy. Y si estoy aquí no es para cumplir con esa promesa que no le hice, sino para saber si eran ciertas. Ahora sé que lo son.
–¡Dímelas, dame el papel!
–No hace falta. Eres un sueño.