Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: LU ALEKS

Recuerdo que tenía alrededor de 20 años, que debía tomar un autobús para ir a no sé dónde y que ese día vestía de azul. Caminaba con prisa hacia una cita que no puedo recordar cuando, repentinamente, a unos 10 metros de distancia, miré a una niña de 14 o 15 años asida a la mano de su madre. Su cabello –si recuerdo bien–, de color castaño claro, descendía un poco más allá de sus hombros y sus ojos, aun más claros que su cabello, me parecieron dos piedras de ámbar talladas con el afán de la esclavitud. Mientras me aproximaba a ella, a ellas, y ella, ellas, se aproximaban a mí, me escuché decir que su rostro parecía hecho por la pluma de Borges: finito, geométrico, fantástico, así…

Por ANDRÉS TAPIA

Me detuve fuera del Palacio de Westminster, justo en la entrada del estacionamiento utilizado por los Lords y los Commons. Un policía –alto, delgado, portador de un bigote discreto– hacía guardia mientras mantenía una pose que me pareció típica y naturalmente británica: sus manos estaban entrelazadas detrás de su espalda; su mirada escudriñaba el horizonte.

Era mi primera vez en Londres, en Gran Bretaña, y excepto algunos lugares comunes no tenía idea de nada. Le pregunté:

–¿Qué tan lejos está Abbey Road de aquí?

–Muy lejos, amigo –respondió.

Por ANDRÉS TAPIA

La chica recogía basura.

Era el 2 de julio del año 2005 y, tal vez, el reloj marcaba las cuatro de la tarde o algo así.

Un par de días atrás había llegado a Londres para cubrir el concierto de Live 8. Paul McCartney, U2, Madonna, Pink Floyd, The Who, Robbie Williams, Bob Geldof, The Stereophonics, Elton John, Coldplay, Richard Ashcroft, R.E.M.… Nombren a quien crean que me haya faltado, les aseguro estuvo ahí.