Por ANDRÉS TAPIA
Me detuve fuera del Palacio de Westminster, justo en la entrada del estacionamiento utilizado por los Lords y los Commons. Un policía –alto, delgado, portador de un bigote discreto– hacía guardia mientras mantenía una pose que me pareció típica y naturalmente británica: sus manos estaban entrelazadas detrás de su espalda; su mirada escudriñaba el horizonte.
Era mi primera vez en Londres, en Gran Bretaña, y excepto algunos lugares comunes no tenía idea de nada. Le pregunté:
–¿Qué tan lejos está Abbey Road de aquí?
–Muy lejos, amigo –respondió.
La charla tendría que haber terminado ahí, pero continuó por un sendero distinto. Mi acento me delató y el oficial preguntó de dónde venía. Cuando le respondí, inició una conversación que guardo en mi memoria como si hubiese sido ayer el día que la sostuve.
–¡México! ¡Oh, ustedes tienen a ese jugador que se lleva el balón entre las piernas! ¿Cómo se llama, cómo se llama? ¡Ah, sí! ¡Blancou!
Me preguntó a continuación si en México seguíamos el fútbol inglés, le respondí que mi hermano Pablo era un fanático de la Liga Premier, pero que México estaba mayormente interesado en el fútbol de España.
–¡La Liga! –dijo en español.
Un auto se detuvo frente a la garita, el oficial lo identificó e hizo levantar la barrera de entrada al estacionamiento. Luego volvió conmigo. Eran los últimos días de junio de 2005. El 6 de julio se anunciaría la sede de los Juegos Olímpicos del año 2012. Londres era una de las ciudades participantes, pero la prensa mundial daba por ganadora a París. El oficial preguntó:
–¿Cree que tenemos alguna oportunidad de ser elegidos como sede de los Juegos Olímpicos?
Lo dijo con la ingenua emoción de quien se sabe de antemano perdedor, pero busca un poco de consuelo para mantener sus expectativas firmes.
–Tienen una ciudad muy hermosa, pero creo que el Comité Olímpico le dará la sede a París.
–Sí, lo sé, lo sabemos todos. Pero nos gustaría tener los Juegos aquí.
No recuerdo cómo me despedí, qué le dije y qué me dijo, pero a 11 años de distancia no puedo olvidar a ese oficial británico. Y nunca lo olvidaré.
Mi presencia en Londres, en Gran Bretaña, en el Reino Unido –aunque no pasé por Irlanda del Norte– obedecía a la celebración en Gleneagles, Escocia, de la Cumbre del G8 y de los conciertos en Londres y Edimburgo de Live 8, una campaña orquestada por el músico irlandés Bob Geldof bajo el slogan “Make Poverty History”.
Era una reedición, 20 años después, de aquel mítico concierto en Londres y Filadelfia que se llamó Live Aid y que, auspiciado por el mismo Geldof, pretendía acabar con la hambruna en África.
Cuando Live Aid tuvo lugar, yo tenía 17 años, era estudiante de preparatoria y no tenía un peso en la bolsa. Mientras contemplaba en la televisión a Bono descendiendo del escenario en el Estadio de Wembley para interactuar con la gente, me dije que la próxima vez que ocurriese otro concierto histórico, yo estaría ahí. No fue así. El 21 de julio de 1990 tuvo lugar el concierto The Wall – Live en Berlin, que celebró la caída del Muro de Berlín. Entonces ya era periodista, o pretendía serlo, pero no estuve ahí.
El tiempo pasó y el Mundo pareció olvidar las buenas causas. Cuando a principios del año 2005 se anunciaron los conciertos de Live 8, me dije que yo estaría ahí. Escribí un mail solicitando acreditaciones. La primera respuesta que recibí fue que “debido a la gran demanda suscitada por el evento, resulta imposible acceder a su petición”. Contraataqué. Llamé a mi amigo Mario Hernández, quien trabajaba entonces en EMI Capitol, y a la Embajada Británica en México. Llanamente les pedí que apoyaran mi petición y enviasen mails a la compañía organizadora del evento. Al día siguiente recibí el siguiente mensaje:
Hola:
Gracias por tu mail y el de EMI. A la luz de esto, puedo confirmar que podemos acreditarte con dos pases de prensa para Live 8. No habrá acceso a fotógrafos. Los detalles para recoger las acreditaciones te los enviaré en breve.
Kate Etteridge
El 2 de julio de 2005, a eso de las 11:00 horas, entré a una papelería situada cerca de la estación de trenes Victoria.
–Quisiera ponerle una mica a esto –dije a la dependiente, una mujer rubia que tendría unos 40 años. Se volvió entonces hacia a su esposo y le mostró la acreditación para el concierto.
–Mira –le dijo– ¡los boletos del concierto son hermosos!
Los ojos del Mundo estaban puestos en Londres. Nadie hablaba de otra cosa. En la portada de ese día del diario The Guardian, Bob Geldof apareció recargando su cabeza en el hombro de Tony Blair, el entonces primer ministro del Reino Unido. Era un día histórico. París podía irse al diablo, con todo y sus Juegos Olímpicos. Y también Jacques Chirac, que a pocos días de la Cumbre del G8, soltó una perla sólo comparable a las que solían exhibir el ex presidente mexicano Vicente Fox y sus fanáticos seguidores: “No podemos confiar en un pueblo (el británico) que tiene una comida tan mala. Después de Finlandia, el Reino Unido es el país con la peor comida del Mundo”.
El 5 de julio me trasladé a Edimburgo, el concierto final de Live 8 tendría lugar el día siguiente en el estadio Murrayfield y llevaba por nombre Edinburgh 50,000: The Final Push. No tenía acreditación para ese concierto, pero había prometido al diario mexicano Reforma que yo estaría ahí… de algún modo.
Desperté en la cama de una residencia de estudiantes en el casco viejo de la ciudad de Edimburgo. Salí temprano, compré un periódico, y desayuné en el Elephant Cafe, el sitio en el que J.K. Rowling escribió el primer boceto de Harry Potter. Estaba en eso cuando escuché un estruendo. No entendí nada, pero de pronto alguien gritó: ¡Londres es la sede de los Juegos Olímpicos, le ganamos a París!
Bebía mi café, y en silencio pensé y brindé por aquel oficial del Parlamento Británico con quien había conversado días antes. La alegría escocesa, enfrentada históricamente a los designios de la corona inglesa, era genuina y desprovista de envidia. El Reino, me dije, está Unido.
A eso de las 16:00 horas del 6 de julio, llegué a las postrimerías del Murrayfield Stadium de Edimburgo. Tenía que estar presente en el concierto a como diese lugar, pero en las taquillas ya no había boletos. Me mezclé entre la gente y comencé a preguntar si les sobraba un boleto. A la primera persona que pregunté –un hombre joven, totalmente escocés– me dijo:
–¿Quieres un boleto? Ten…
Me lo regaló, como si nada, como si me estuviese esperando. A la mitad del concierto, Eddie Izzard entonó una canción que yo no conocía, pero que todo el mundo entonó. Pregunté a una mujer: “¿Cómo se llama esa canción?”. “Flower of Scotland” –respondió. Yo no sabía que ese era el himno no oficial de Escocia.
Cuando el concierto terminó, desde una caseta teléfonica dicté a Juan Puig mi nota del concierto. Luego me dirigí a un bar para emborracharme. Mientras lo hacía, en una calle oscura del casco viejo de Edimburgo, tropecé con el hombre que cerró el concierto: James Brown. “¡Mister Brown –le grité– no se muera nunca!
Entonces ingresé en el bar y pedí un whisky tras otro. Una banda compuesta de sólo dos chicos tocaba en el escenario. Y lo hacían muy bien. “¿Cómo se llama el grupo?” –pregunté a alguien. “Se llama Mexico”, respondió. Esa noche, en Edimburgo, compré un disco llamado Toucan Rock! de una banda de sólo dos miembros llamada México. Fue una de las noches solitarias más felices de mi vida.
No sé cómo llegué a mi hotel. No sé cómo desperté al día siguiente. Pero cuando lo hice, al fin despojado de las obligaciones, me dediqué a pasear por la ciudad. A eso de las cinco de la tarde del día 7 de julio ingresé a un café Internet para escribir algunos mails, y en mi correo electrónico descubrí una serie de mensajes alarmantes: mis hermanos, mi novia de entonces, mis amigos, me pedían comunicarme con ellos. “Con todo lo que está pasando y no te comunicas”, decían.
Yo no sabía qué estaba pasando. Abrí entonces la página de Internet del diario Reforma y supe a lo que se referían: una serie de atentados acabaron con la vida de 52 personas e hirieron a cerca de 700 en Londres. Cuatro terroristas de Al Qaeda se inmolaron en el Tub de Londres y en un par de autobuses.
Volví a Londres al día siguiente. Me hospedé en un hotelucho cercano a la estación Victoria. Era mi último día en Londres, en Gran Bretaña, en el Reino Unido. Salí a beber algo en un bar cercano. Repentinamente se escucharon las sirenas de carros-polícía: todos los que estábamos ahí nos inquietamos. Pero algo nos calmó: la Reina Isabel II pronunciaba un discurso, el mejor discurso de su vida: “No van a cambiar nuestra manera de vivir”.
Al mismo tiempo, en Gleneagles, Escocia, los dirigentes del G8 (Paul Martin, Jacques Chirac, George Bush, Vladimir Putin, Gerhard Schroeder, Silvio Berlusconi, Junichiro Koizumi y el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso) se agruparon en torno a un Tony Blair desecho. Más desecho estaba Jacques Chirac, contrito, arrepentido de su declaración de días antes: le tocó el hombro a Blair, lo apretó, como hacen los amigos con los amigos. Con sus diferencias, las eternas, las de siempre, pero Europa estaba unida.
Cuando supe en Edimburgo de los atentados terroristas en Londres, mi primer pensamiento fue el más egoísta y mezquino del Mundo: había comprado una espada en una tienda de artesanías y me dije: “Me la van a quitar”.
–“¿Qué lleva en esa caja?” –preguntó una empleada de Continental Airlines cuando la vio. “Una espada”. “Está bien, pero debe documentarla como equipaje, señor Tapia”, respondió.
Volví al Reino Unido después de aquella primera vez muchas veces. Y me enamoré. Y sigo enamorado. Incluso después de la estúpida decisión del Reino Unido de marcharse de la Unión Europea. Eso no cambiará.
Como tampoco cambiará esa imagen del oficial del Palacio de Westminster, el hombre que suplicó en silencio que la Londres cosmopolita fuera el centro del Mundo, aunque tan sólo fuese por dos semanas.
Alguna vez leí que alguien –acaso John F. Kennedy– dijo de los británicos: “Son la única nación verdaderamente indispensable del Mundo”.
Con ustedes, sin ustedes y a pesar de ustedes y del mundo que hoy los odia, lo seguirán siendo.
God Save The Queen!