Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: LU ALEKS
Recuerdo que tenía alrededor de 20 años, que debía tomar un autobús para ir a no sé dónde y que ese día vestía de azul. Caminaba con prisa hacia una cita que no puedo recordar cuando, repentinamente, a unos 10 metros de distancia, miré a una niña de 14 o 15 años asida a la mano de su madre. Su cabello –si recuerdo bien–, de color castaño claro, descendía un poco más allá de sus hombros y sus ojos, aun más claros que su cabello, me parecieron dos piedras de ámbar talladas con el afán de la esclavitud. Mientras me aproximaba a ella, a ellas, y ella, ellas, se aproximaban a mí, me escuché decir que su rostro parecía hecho por la pluma de Borges: finito, geométrico, fantástico, así…
Ralenticé mis pasos, o mis pasos se ralentizaron, y la expresión absurda que imaginé en mi rostro se convirtió en un reflejo: con la fuerza de un puño, a la velocidad de la luz, descubrí que el ámbar de esos ojos forcejeaba con los míos: “¿Quién eres?” “¿Por qué me miras?” “¿Por qué me siento tan pequeño?” “¿Por qué me he vuelto mujer y aún soy una niña?”. Avanzamos sin dejar de mirarnos, en una suerte de esgrima en la que no habría un vencedor y un vencido, sino tan sólo dos combatientes heridos. En ningún momento, sin embargo, su madre se percató de la tensión de ese cruce de trenes que no chocarían y, no obstante, se harían pedazos.
Un paso más –suyo, mío– y dejamos de vernos. Seguí caminando sin entender lo acontecido y, de pronto, me detuve. Giré la cabeza para convencerme de que nada había pasado, que era mentira, tan sólo una ensoñación producto de mi imaginación excitada y febril. Y también, debo decirlo, para mirarla otra vez. Aún asida al brazo de su madre, con los modos de una cometa que pretende escapar con el viento, ella también había vuelto la cabeza. Y me miraba como se mira al globo que se tuvo entre las manos y ahora asciende al infinito.
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Era el 2 de julio del año 2005 y el reloj marcaba las cuatro de la tarde o algo así. El cielo de Londres estaba nublado. Cerca de 250.000 personas, la mayoría británicas y una minoría procedente de todo el mundo, se dieron cita en Hyde Park en ocasión del concierto Live 8. En ese momento apareció una chica que recogía basura.
No era bonita ni atractiva. Demasiado delgada para ser británica, y demasiado británica para ser delgada. Con un palo de escoba coronado en su punta por un clavo, pinchaba y recogía los desperdicios de una fiesta a la que, propiamente, no había sido invitada. Lucía triste, tanto como en el imaginario colectivo luciría triste una persona que recoge basura en un lugar donde todos bailan, cantan y se divierten. Esquivos sus ojos, escudriñaban la hierba y los zapatos multicolores de cientos de miles de personas. Su tímida aunque grácil figura pareció desvanecerse con el embate de una ráfaga de viento.
Absorto intentaba develar su misterio cuando en el escenario apareció el rapero Snoop Dogg para entonar “Who Am I (What’s My Name?)”. Una gigantesca marea humana se agitó con rítmica violencia y amenazó con desbordarse más allá de Hyde Park. Volví los ojos hacia ella y la imaginé tan frágil como un velero mar adentro en medio de una tormenta.
Mientras continuaba con su trabajo, en algún momento extrajo de un bolsillo de su pantalón su teléfono móvil y lo levantó, apuntando al escenario, sobre toda aquella muchedumbre que parecía cubrirla y ahogarla pero que, sorprendentemente, no sólo la mantenía a flote sino también la hacía evidente.
Tomó una foto de Snoop Dogg, sólo una, y se guardó el teléfono en el bolsillo con el dejo de culpa de quien ha cometido un pecado. No la dejé de mirar en ningún momento. Y tampoco lo hice cuando se dio cuenta que la miraba, que llevaba minutos haciéndolo, y que la había observado tomar aquella imagen.
Enfrentadas nuestras miradas, como si hubiese hecho una travesura, aquella chica me sonrió.
Han pasado casi 14 años de aquello y aún no puedo olvidar a la chica de Hyde Park que recogía basura. Y sonreía.
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Paty, una amiga que vive en Suiza, y yo decidimos encontrarnos en Londres. Eran los días postreros de la primavera del año 2009. Conseguí hospedaje en un resort situado en el pueblo de Edenbridge, el cual se localiza al noroeste de la periferia de Londres, en el distrito de Kent. Por las mañanas viajábamos a la capital del Reino Unido, y por las noches volvíamos a esa adorable villa cuyos bosques ocultaban un campo de golf.
Una noche, luego de haber hecho el macabro recorrido turístico de Jack the Ripper en Whitechapel, Paty y yo tomamos el tren para volver a Edenbridge y en algún punto perdimos la conexión. Cambiamos de tren un par de veces antes de abordar el que finalmente nos llevaría a casa. El tren estaba repleto. Pese a ello, Paty consiguió un asiento, yo permanecí de pie.
Un par asientos a la izquierda de mi amiga, una mujer y dos hombres departían; eran franceses. Miré a la mujer y miré el universo. Y el universo me miró a mí. Por espacio de media hora, que fue lo que duró el viaje, permanecimos mirándonos el uno al otro con la devoción de dos ateos que se han vuelto conversos, con la desesperanza de dos amantes improbables que sólo se han conocido para decirse adiós.
Llegamos a la estación de Edenbridge Town; no me di cuenta. Paty me cogió del brazo y me obligó a descender. El tren comenzó moverse y yo con él. Alcancé la ventanilla donde estaba aquella mujer francesa, golpee el cristal y me llevé los dedos índice y medio de mi mano derecha a los labios. Luego los coloqué en el vidrio que me separaba de ella. Ella me miró, postró ambas manos en la ventana, y la besó para besarme: el beso más doloroso de todos los que he recibido.
“Eres un idiota”, escuché decir a Paty. “¿Por qué la dejaste ir?”.
El tren se marchó.
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Hace unos días, mientras corría en el Paseo de la Reforma, una de las principales avenidas de la Ciudad de México, me crucé con una oficial de policía que se desplazaba en bicicleta. Era una mujer muy hermosa. Yo me movía a una velocidad de 9 km/h y ella, quizá, a 15 km/h. Entre contemplarla y verla desaparecer detrás mío no pasaron más de cinco segundos. La miré con el asombro con el que se contempla la belleza, sin ninguna pretensión, de la misma forma en que uno admiraría el vuelo rasante de un águila o el salto de una ballena que emerge del mar. Ignoro el tamaño de la envergadura de la expresión de mi rostro, seguramente el visaje de un idiota. Pero no importa. Me sonrió.
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La violencia que permea al Mundo convirtió el acto primigenio del asombro en un crimen de lesa humanidad. Incluso en las miradas de los justos e inocentes hoy se señalan las intenciones aviesas de Satanás y de todos los demonios que la ignorancia rampante de la humanidad ha podido y decidido crear. Acaso es momento de arrancarse los ojos como Edipo o, cuando menos, de mantenerlos cerrados para no mirar el horror que nos obnubila.
O de abrirlos para contemplar cómo la belleza y el asombro se abren paso, pese a todo, a través de tanta locura.