Por ANDRÉS TAPIA
Hay una fotografía de Lance Armstrong que recuerdo con tanta precisión como si fuera la imagen del día en que por primera vez pegué un home run. En ella se aprecia al ganador de siete Tours de France, con su eterno maillot amarillo, subiendo una pendiente mientras de la nariz le gotean tres gruesas gotas de sudor.
Quien ha practicado el ciclismo y ha subido alguna vez una pendiente –digamos, siendo exigentes, la de una montaña– sabe perfectamente que, debido a la posición de la cabeza en relación a la bicicleta amén de la presencia de un casco, hay un momento en que el sudor chorrea por el tabique de la nariz hasta diluirse en la punta en pequeñas gotas que semejan un grifo que no ha sido cerrado del todo.
Tales gotas –que cosquillean en la nariz y cuya repetición al caer es tal que hay un instante en que la imaginación las percibe como si fueran una estalactita en formación– son la evidencia incontrovertible de que un ciclista, profesional o no, está haciendo un esfuerzo que va un poco más allá de lo humano.
La montaña y la contrarreloj eran las especialidades de Lance Armstrong. Los tres, cuatro, cinco minutos que solía sacar de ventaja a su más cercano perseguidor, se concretaban casi siempre en dichas pruebas. Armstrong trepaba, aceleraba, y poco o nada había qué hacer. Si venía detrás de ti era como si un tren estuviese a punto de arrollarte; si estaba delante tuyo, era casi lo mismo que ver a un cohete despegar. Como fuera, en uno u otro caso te superaba de modo tal, que la única manera de ser justo era admitir –concediendo que al hacerlo uno iba en contra de la cordura– que Lance Armstrong, su bicicleta y su reino no pertenecían a este mundo.
Eso ocurrió en siete ocasiones.
Entonces y después hubo rumores.
Rumores que aseguraban que Lance Armstrong hacía uso de métodos no convencionales y en consecuencia ilegales para asegurarse esa ventaja de tres, cuatro, cinco minutos sobre su más cercano perseguidor.
Armstrong, un hombre que consiguió vencer a una de las enfermedades más crueles y mortales que han existido en el mundo, no sólo siempre lo negó: se presentó a todos los controles antidoping a los que fue sometido y el resultado siempre fue el mismo. Negativo.
Hasta hoy.
Diríase que el mundo se harta de la hipocresía, pero eso no es totalmente cierto. Los hipócritas existen. Siempre han existido. Y siempre existirán. Lo que empieza a agotarse, empero, es la ingenuidad de la gente para aceptarlos. Aunque, hay que decirlo, siempre hay un ingenuo idiota para un miserable idiota (me incluyo entre los primeros).
Los rumores que negaban que Lance Armstrong procediese de otro mundo encarnaron en testimonios. Tantos y tantos que atribuirlos a la envidia equivaldría a atentar contra la inteligencia.
Es una mañana limpia de verano.
Recorro en mi bicicleta una zona recóndita y casi secreta de la Ciudad de México: una cañada natural en medio de la urbanización que asciende y desciende caprichosa y sorprendentemente. En mi imaginación, sin embargo, concibo que en toda su complicada simpleza es la geografía de Francia: terraplenes poblados de girasoles, montañas nevadas y agrestes, valles vulgares pero, al mismo tiempo, inolvidables.
Asciendo y desciendo. Subo y bajo. Llevo puesto un casco y, llegado el momento, percibo que el sudor que escapa de mi cabeza desciende como un hilero de sangre sobre mi nariz. Dos, tres, cuatro gotas se escapan…
En algún momento llego a una tienda de bicicletas. ¿Qué busco y qué hago ahí? No lo recuerdo. Pero descubro una fotografía de Lance Armstrong, una imagen en la que el ganador de siete Tours de France, con su eterno maillot amarillo, sube una pendiente. Detrás suyo, a lo lejos, se mira algo que parece una mancha colorida: es el pelotón que lo persigue. Él, en primer plano, con los dientes apretados, con los ojos puestos en un punto indefinido del horizonte, luce como un titán, muy a pesar de las tres gruesas gotas de sudor que gotean de su nariz y que sugieren que está haciendo un esfuerzo sobrehumano.
Llegado el momento engañar a los demás puede ser una virtud. Pero engañarse a sí mismo es un defecto muy raro. Tanto, que quien lo hace suele poseer un ego muy grande y un espíritu muy bajo.
Condenado eternamente a empujar una enorme roca sobre la pendiente de una montaña, tan sólo para verla rodar cuesta abajo cada vez que alcanzaba la cima, Sísifo pagó el haber encadenado a Tanatos (la muerte) con grilletes para que nadie muriese y él alcanzara la inmortalidad, así como por haber embaucado a Hades para que le permitiese salir del Inframundo y volver al mundo de los vivos.
El castigo de Lance Armstrong no será tan mítico: perderá casi toda su fortuna, pasará algún tiempo en la cárcel, y difícilmente podrá hacer vida pública sin ser señalado. Luego un día, y no pasará mucho, la gente al fin lo olvidará.
Pero Armstrong no olvidará. Y cada vez que coja su bicicleta y decida dar un paseo largo y ascienda una pendiente y tres gotas de sudor chorreen por su nariz y le sugieran que está haciendo un esfuerzo sobrehumano, él mirará hacia atrás, de reojo y sobre su hombro, y creerá ver, como vio en siete ocasiones, una mancha colorida y descompuesta de siluetas que luchan desesperadamente por alcanzarle.
Apresurará el paso, el sol destellará en su maillot amarillo, y en lugar de saberse en un paraje desértico de Texas, se imaginará ascendiendo la zona montañosa de Alpe D’huez. Atisbará entonces la cima, cada vez más cercana, cada vez más cierta, y en un acto de disimulada soberbia mirará de nuevo hacia atrás para convencerse de su hazaña.
Pero esta vez, excepto el desierto, no verá nada.