El día que desaparecí…

Por ANDRÉS TAPIA

Me llamo… no, mi nombre no importa ahora. Hace tanto tiempo que no lo escucho de voz alguna que quizá ha dejado de importarme. O tal vez no lo recuerdo.

Salí de mi casa una tarde, una noche o una mañana… eso tampoco lo recuerdo. Pero tengo la certeza de que me dirigía a un sitio al que no llegué o del cual jamás volví.

Cogí mi mochila, un portafolio, la vieja y barata maleta deportiva en la que guardé mis herramientas, mis papeles, tres tortillas casi duras y una fotografía de alguien a quien creo recordar amé profundamente.

Y le dije adiós a alguien: ¿mi madre?, ¿mis hijos?, ¿mi novia?, ¿mis amigos?, ¿el portero del edificio en que vivo?, ¿la mujer que limpia mi casa?, ¿el chico que me vende el café? ¿O fue a un perro callejero que se cruzó en mi camino?

Ese día, el día que desaparecí, el sol era un milagro y el azul del cielo un lienzo de Tamayo. Aunque en realidad estaba nublado, llovía, y yo hoy –no sé bien por qué– quiero pensar que no.

Era campesino. Emigrante. Periodista. Dueña de una pequeña estética. Niña. Empresario. Estudiante. Un hombre enamorado que viajaba a ver a su novia a otra ciudad. La madre de cuatro hijos y la abuela de siete nietos. Todo eso por separado y al mismo tiempo alguien que se situó en el momento y en el lugar incorrectos.

Y no sé si me refiero al autobús que abordé, al bar al que fui, a la calle por la que caminé, a la autopista en la que me detuvieron o al país en que nací. Sé, en cambio, que no debí salir de casa el día que desaparecí.

Eso fue ayer. En realidad hace dos semanas. Tal vez un año. O quizá estén a punto de cumplirse tres.

Pero, honestamente… ¿quién puede saber que un día que luce como cualquier día, al final o a la mitad del mismo, va a desaparecer?

Yo no lo sabía. De haberlo hecho habría escrito una carta. Dos o tres párrafos. Diez o doce nombres. Un único y solitario adiós.

Sin embargo, no tuve oportunidad de conocer mi destino. Me lo impidieron unos malnacidos para quienes yo no era el hermano de José, la abuela de Pedro, la novia de Rafael, el padre de Francisco, la madre de Eric y Luisa, el amigo de Pablo y Fernanda. Y tampoco el dueño de Thor, mi perro.

El día que desaparecí era alguien cuando amaneció. Al atardecer me había convertido en el pretexto injustificado de la maldad de quien no debió nacer. Por la noche era nada.

Me llamaron gordo, flaca, hijo de puta o puta. Dijeron que violarían a mi madre, matarían a mis hijos, harían daño a mi esposo y quemarían mi casa. Me golpearon, torturaron y me obligaron a llamarles “señores”. Al fin me escupieron y orinaron.

Al principio, cuando no entendía nada de lo que estaba pasando, pregunté, supliqué, imploré. Luego, cuando pude recordar que a pesar de ser nada en ese momento yo era alguien, me serené. Así dejé de gemir, de suplicar, de llamarles “señores”.

Y fue en ese preciso momento cuando mi desaparición se decidió.
“Si no eres lo que queremos que seas entonces vas a ser nada”, les escuché decir, con palabras que ellos jamás serían capaces de pronunciar.

Al día siguiente morí.

No diré cómo, pero sí que quemaron mi cuerpo, lo enterraron, lo disolvieron en cal viva o lo abandonaron a cielo abierto en el pasaje más recóndito, o en el sitio más expuesto de alguna montaña. Nadie, en cualquier caso, lo encontraría.

Fue así como perdí y olvidé mi nombre. Fue así como me convertí en la duda, en la incertidumbre, en la esperanza de aquellos que lo seguían pronunciando, así fuese en voz baja, como hizo Galileo cuando fue obligado a abjurar del movimiento de la Tierra alrededor del Sol.

Y fue así como me convertí en uno de los 5.397 desaparecidos que la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México reporta hasta el mes de abril de 2011. Uno de los 3.457 hombres, una de las 1.885 mujeres o uno de los 55 faltantes y de los que no se puede precisar el género al que pertenecen. Uno de todos los que no volvieron y no volverán, jamás, a casa.

Uno que se llamaba Juan Luis. Una que se llamaba Dora. O Felipe, Joaquín, Laura, Ximena, Camila, David, Ligia, Rodrigo, Iván, Andrés, Paloma, Natalia, Javier, Nepomuceno, Idalia, Alberto, Ignacio, Héctor, Manuel, Adonay, Juanita, Miguel, Mariana, José María, María José, Lilia, Paulina, Antonio, Adriana, Angélica, Carlos, Dolores, Abel…

Fue hace tanto, o tan poco, que no puedo recordarlo. Aunque creo que el cielo era un lienzo de Tamayo y el sol, un milagro.

Pero no. Estaba nublado. Llovía.

El día que desaparecí.

 

Texto publicado en la la revista GQ México el 01 de noviembre de 2011.