Micciones y visiones

Por ANDRÉS TAPIA

Cuando los hombres orinamos tenemos una inevitable propensión a mirar la pared, aunque eso sólo ocurre cuando se trata de un baño público. Es así porque los mingitorios están empotrados al muro, y a menos que se quiera mirar otra cosa o cerrar los ojos, no hay manera de evitarlo.

Se diría que poco hay que ver en una pared cuando la naturaleza nos hace un llamado, pero, aunque parezca absurdo, es más que cierto que la imaginación masculina es proclive a quitarse las cadenas en las circunstancias más impensables.

En lo personal, recuerdo con cierta insana fascinación haber descubierto en el mosaico del baño de un periódico en el que trabajé, a un hombre barbado, con un quepí en la cabeza, que miraba con indecible serenidad a las estrellas y que según mis desvaríos “micciosos” poseía la nacionalidad turca.

Cuando algo es inevitable, es posible sacar un provecho de ello. Los dueños de algunos restaurantes y bares, por ejemplo, han colocado encima de los mingitorios carteles de publicidad fija o pantallas electrónicas que desempeñan la misma función. Otros, más sutiles, suelen pegar las primeras planas de algunos diarios. Uno puede así, por ende, salir del baño del antro de moda con la idea subrepticia de probar una nueva cerveza o con la noticia de 49 muertos destazados y sin cabeza en la ciudad de Cadereyta, Nuevo León.

Lo anterior, sin embargo, implica cierta sofisticación que dada la naturaleza del acto de micción, a todas luces parece un despropósito.

Alguna vez entré al baño de un bar en el que encima de los mingitorios había pantallas de video en las que varias chicas hacían strip-tease. En otro más, una fotografía de tres mujeres con los senos descubiertos parecía sugerir a los asiduos a un mingitorio común una idea emparentada con la inmortalidad. Lo paradójico del caso es que la disposición de aquel mingitorio, en el que podían orinar hasta tres hombres al mismo tiempo, estaba a la vista del paso del baño de las mujeres, de tal suerte que cuando las chicas entraban o salían de ahí podían ver sin esforzarse –de espaldas, claro está– a los desconocidos, a sus amigos, a sus esposos o a sus novios, en una de las más patéticas situaciones en las que un hombre quisiera verse inmiscuido.

Muros y paredes, públicos o privados, sean de una caverna, pertenezcan al gobierno, a una sociedad, a un particular o a uno mismo, han posibilitado desde tiempos inmemoriales la necesidad de expresión de los seres humanos.

Las sociedades más primitivas, en ausencia del papel, esculpieron y dibujaron en las paredes de cuevas aquello que hacían, soñaban y vivían. Si alguna vez imaginaron que en el futuro vendrían otros que al contemplar tales pictogramas e ideogramas darían fe de su existencia y así sería imposible olvidarlos, no hay modo de saberlo. Sin embargo, con tales ambiciones o sin ellas, aquellos primeros narradores de piedra consiguieron expresar ideas simples y comunes que no por ello dejaban de ser dolorosamente íntimas.

Antes de que nos alcanzara la modernidad, antes de que el mundo dejara de ser un milagro y lo cambiásemos por una pantalla de cristal líquido de diez por cinco centímetros en el que la intimidad –no sólo nuestra sino de nuestras familias, amigos y conocidos– dejó de ser clandestina y se convirtió en moneda corriente, atesorábamos los secretos en una caja de zapatos, en un cuaderno oculto bajo la cama, en el fondo de un cajón de un escritorio.

Pero si no había agallas ni atisbos de valentía, si no fluía la honestidad o al menos la necesidad de expresarse –no a costa de todos, sino de uno mismo–, más  tarde o más temprano uno acabaría en un baño público y podría ceder a la necesidad de ventilar una idea, un pensamiento, un sueño, un absurdo, una necesidad primitiva, vulgar, egregia o sofisticada. Algo, al fin y al cabo, que trascendiese el vacío que resta al eliminar la materia transformada y descompuesta que todos los seres vivos desechamos al orinar.

En la película Fight the Future, Fox Mulder, el personaje masculino de la serie de televisión The X-Files, orina frente a un cartel de la película Independence Day. Rob Bowman, el director de la primera, manifiesta así su desencanto –¿ira?– porque la trama de Independence Day (básica, simple y comercial) haya vencido en taquilla a su mucho más sofisticada y elaborada idea de una invasión extraterrestre a la Tierra.

Entro al baño de un bar en la ciudad de Guadalajara. El lugar está limpio, excepto por una imagen que alguien dibujó justo encima del mingitorio en el que orino. No es un cartel publicitario, no es la primera plana de un periódico, no es una chica desnuda o que hace strip-tease. Es un símbolo: un círculo que encierra a otro que luce como una “Y griega” invertida.

Este mes, este país  (el próximo año, dentro de siete meses) elige un presidente. Quien sea que sea, ojalá devele su intimidad y dibuje en piedra, aunque sea en un baño, el símbolo de la paz.

Y, si no es pedir demasiado, que permanezca ahí tanto como sea posible. Aunque alguien, claro está, llegue un día a orinarlo.

 

Texto publicado en la revista GQ México el 04 de julio de 2012.