Un vestido para Marie Antoinette

Por ANDRÉS TAPIA

Descubrí primero el vestido. Y sólo mucho más tarde a Marie Antoinette.

He sido uno de esos hombres que cruzan una plaza, una noche lluviosa, tras haber abandonado violentamente un hotel. De los que encienden un cigarrillo y se levantan las solapas. Que pueden llorar sin que nadie lo note. Y si por ahí, en ese parque, descubren una banca, la escupen con sevicia y continúan su camino.

Hasta hoy.

Hallé el vestido en Le Marais, en una boutique situada en la Place des Vosges. Era una tarde de invierno en París en la que no hacía frío. Y si lo hacía no puedo recordarlo. Unos chicos jugaban al fútbol en un extremo de la plaza, un anciano arrastraba un carricoche lleno de basura, las palomas peregrinaban de un lado a otro en busca de mendrugos y un periódico moribundo se deshacía en jirones por causa del viento. Mis ojos pasaron de una a otra escena como quien cambia de canal en un televisor, pero al final volví con los chicos. Y cuando al fin me dejé caer en una banca, los miré con los ojos envidiosos y serenos de quien sufre un ataque de nostalgia. Adolorido por recuerdos que no pude identificar, extraje mi cuaderno de notas y escribí algunas líneas sin sentido acerca de mi niñez.

Papá nunca me miró hacer un gol.

En el fútbol cohabitan los afanes de algunos hombres, pero vive eternamente la inocencia de todos los niños.

Me costaba trabajo ir al frente, burlar a los adversarios, desarrollar la habilidad de un atacante; comprendí: tendría que ir hacia atrás para poder brillar. Y brillé, en la soledad de la portería, donde siendo niño descubrí mi destino.

Un disparo lejano pasó muy cerca de donde yo escribía y superó la verja de la plaza. Con el cuaderno y la pluma en la mano, corrí por el balón que rebotó sin fuerza en la pared de una galería de arte y descendió con lentitud por la acera. Inmóvil ya, lo levanté con el pie en dos movimientos; el tercero, que lo habría devuelto a los chicos, no ocurrió.

–Eh, vous, le ballon!

El nombre de André Senescal, escrito en letra manuscrita, cruzaba un pequeño escaparate, no mayor a cuatro metros, en el que tres vestidos, a modo de las banderas de un antiguo reino, se hallaban desplegados con la estética sólo propia de un artista. El primero era de color turquesa, con dos tirantes sencillos que descendían los hombros abriendo paso a un escote discreto; ceñido a la cintura, se extendía en un infinito de tablones por las caderas y los muslos, hasta concluir un poco más allá de las rodillas. El tercero, de tirante de collar con una cadena de plata, tenía el color de la terre batue, pliegues cruzados a la altura de los senos que se extendían a la cintura y a las caderas; más allá, el vuelo caía desigual, como las olas de un mar embravecido, dejando una rodilla al descubierto y la otra no. El que estaba situado en medio, empero, un vestido negro de tirantes cruzados en bandoleras, con dos aperturas oblicuas a la mitad de los senos que simulaban de algún modo la cartografía de la tela de una araña y que excepto ese detalle carecía de cualquier otro pliegue si bien, no obstante, se abrazaba a la cintura y las caderas con la pasión de un amante, fue el que le compré a Marie Antoinette.

Pero entonces no la conocía.

Uno de los chicos recogió el balón no sin antes dedicarme una mirada con la que seguramente me maldecía. Cuando recapitulé acerca de lo ocurrido, ya estaba dentro de la tienda.

–Je veux acheter cette la robe!

–Quelle taille?

–Celle-là!

Aquella noche desplegué el vestido en mi cama y lo contemplé como se contempla una obra de arte. O tal vez, en mi imaginación, a una mujer desnuda.

*  *  *

Lo colgué en la puerta del armario que enfrentaba a la del espejo. Aún no sé bien por qué.

Cada mañana, al abrirlo, el vestido se duplicaba flanqueando con modos marciales mi simplista pero exquisita concepción de la moda: camisas blancas, grises, a rayas y accidentalmente en azul; corbatas en negro, gris y alguna vez en púrpura o carmesí. Y chaquetas en negro, pantalones en negro, chalecos en negro.

Dispuesto para marcharme, abrazaba el vestido por el talle y me miraba con él, de ese modo, en el espejo. Y lo que veía, o lo que pretendía ver, era a un hombre y a una mujer a punto de salir a la noche, en el momento previo a iniciar un baile, o en el instante anterior a la desnudez y esa simetría imperfecta que se conjuga en el sexo y pretende absurda, feliz, desesperadamente, la eternidad.

Algunas veces, al salir del baño y descubrirme desnudo en el espejo, con el rabillo del ojo contemplaba la figura inanimada del vestido y me parecía que alguien detrás mío me observaba. Me veía entonces rodeado de murmullos, de voces, de siluetas espectrales que charlaban, se movían y hacían tintinear copas vacías que antes estuvieron llenas de sangre. Una mano se posaba entonces en mi hombro izquierdo con la delicadeza de una hoja que se ha desprendido de un árbol. Con la cabeza baja, derrotado, mientras a partir de mis pies advertía mi desnudez completa, llevaba mi mano derecha hasta esa mano para estrecharla cual si fuera la única mano que restase en el mundo. Sólo el timbrar del teléfono, una sirena lejana, un periódico estrellándose contra las baldosas, podían rescatarme de tales desvaríos.

Pero mi ritual sólo tenía lugar por las mañanas. Durante las noches, cuando volvía a mi piso, tan sólo abría el armario para colgar mi gabardina, y si bien le dedicaba una mirada de reojo, ésta carecía del más mínimo exceso de pasión o el más tímido arrebato de locura. Le daba la espalda, obstruyendo de ese modo su reflejo, y así me desanudaba la corbata, desabotonaba la camisa, desabrochaba mi cinturón. Al fin cerraba el armario, con las dos manos asiendo las manijas, como quien guarda un secreto infame y así se asegura de su clandestinidad.

Y es que lo mío con el vestido de Marie Antoinette era un vals que sólo podía ocurrir a la luz del día, pero jamás delante de la luna.

Hasta que en  aquel sueño conocí a André Senescal.

*  *  *

Un estruendo me hizo brincar de la cama. La ventana de mi habitación estaba rota y había cristales por todo el piso. Me incorporé de un salto y aunque estaba consciente de estar pisando fragmentos del cristal, no experimenté dolor alguno. Atisbé la Rue de Rivoli húmeda, vacía y casi oscura –tal y cual hubiese sido extraída de un cuento de Henry Miller– y miré un balón de fútbol dar tumbos en una de sus aceras. Me precipité hacia ahí y, a punto de alcanzarlo, el balón rebotó en un poste en la esquina de la Rue de Saint-Antoine y la Rue de Birague tan sólo para cambiar de dirección y cobrar más fuerza. Traspasó las tres arcadas del Pabellón del Rey, brincó la verja de la plaza, se detuvo a retozar en los recuadros de césped y se empapó, gozoso, en una de las fuentes. Al fin se detuvo en la puerta de una boutique que a pesar de la hora mantenía sus luces encendidas. Un hombre de mediana edad, creo que bien parecido, con el cabello negro y la barba recortada de manera impecable pero que vestía harapos, lo levantó del suelo con ambas manos. Y se quedó mirándome, sin sorpresa, quizá con complacencia, mientras sonreía dejando entrever dos hileras de dientes finísimos.

–Su vestido está listo, venga conmigo –dijo.

–¿Qué vestido? –repliqué.

–El vestido de Marie Antoinette, por supuesto.

–¿Marie Antoinette?

–Sí, sí, ella. Venga, le mostraré.

Excepto retazos de tela y patrones abandonados en el piso, en aquel sitio no parecía haber nada más. Sin desprenderse del balón, el hombre caminó hacia el fondo de la tienda donde un armario estrecho y desvencijado parecía ansioso por revelar un secreto. Se volvió entonces hacia a mí. Y me arrojó el balón.

–Aguarde.

Deslizó su mano izquierda en uno de los bolsillos de su chaqueta y extrajo una llave antigua que introdujo en una cerradura derruida por el óxido. Con modales pausados abrió las puertas del armario extendiendo ambos brazos y permaneció así durante algún tiempo. Incapaz de observar su rostro, creí distinguir en sus maneras la soberbia del artista que ha conseguido la más egregia y acabada de sus obras. Entonces se hizo a un lado. Montado sobre un figurín arcaico, un vestido negro de tirantes cruzados en bandoleras, dos aperturas oblicuas a la mitad de los senos que simulaban la cartografía de la tela de una araña y que excepto ese detalle carecía de cualquier otro pliegue si bien se abrazaba a la cintura y las caderas del maniquí con la pasión de un amante, se desplegó ante mí con el dramatismo de un milagro.

–Contenga su asombro para el momento en que Marie Antoinette atraviese con el movimiento de un alfil lo que usted supondrá un tablero de ajedrez –dijo Senescal. Ocurrirá una noche, no muy lejana, bañada por una lluvia miserable que, a pesar de todo, le helará el alma y los huesos. Cuando esté delante suyo, ella le tomará de las manos y sonreirá como en esa fotografía que usted guarda con celo y en la que su inocencia –la de ella, por supuesto– todavía es evidente. Sentirá un puñal atravesándole las palmas, un alfiler en su memoria, y el recuerdo de una luna, un pabellón, una noche en los que usted y una mujer bailan sin que la música esté presente, se encajará como un pecado mortal en los espacios que median entre todas sus costillas. Querrá morir… y no podrá, porque el dolor adjunto a la vida habrá de cogerle de las solapas y lo sacudirá como si ya hubiese muerto. Pero no será en ese momento. La música, esa ausencia en su recuerdo, surgirá al fin con la belleza con que un delfín emerge sobre la superficie del mar y gira sobre sí mismo sólo porque sí. La tomará del talle, sin violencia, sin prisa, con un movimiento tan natural que visto de lejos habrá de parecer ensayado hasta el cansancio. Y entonces todo tendrá sentido: su risa, un balón de fútbol, unos senos contenidos por una tela de araña, los desvaríos plasmados en un cuaderno, su desnudez –la de usted– y esa mano que mientras bailan usted besa y estrecha como si fuese la última mano que resta en el mundo… Tome el vestido, lléveselo. No he dormido en semanas, necesito descansar.

La figura de André Senescal, apostado en la puerta como un vendedor de milagros que intenta persuadir a los paseantes de comprar uno, perdió dimensión en tanto me alejé; pateaba un balón, sostenía una caja enorme, le decía adiós agitando una mano hasta que me dejé caer, exhausto, en una banca: la única banca de la Place des Vosges.

Desperté empapado en sudor. A mi lado, etéreo, el vestido de Marie Antoinette resplandecía como sólo podría hacerlo el cuerpo desnudo y azul de una mujer bajo el influjo de la luna.

Del otro lado de la ventana, una lluvia miserable mendigaba por las calles de París.

*  *  *

 Amanecí abrazando el vestido de Marie Antoinette.

Con el asombro de quien despierta tras una noche de borrachera, confundido, angustiado, retiré mis manos del satin negro, atrapadas cual moscas en lo que me pareció una telaraña. Profanado aquel vestido, sólo pude pensar en ella.

Tomé una ducha, me afeité. Abrí el armario y cogí una camisa de algodón a rayas grises y blancas, un pantalón negro de lana, un sweater de cashmere y una gabardina en tono khaki. Así me dirigí a la Place des Vosges.

–Quiero ver a André Senescal.

–El no está aquí. Que yo lo sepa, nunca ha venido.

–¿Dónde puedo verle?

–Eso es más complicado aún. Aguarde… ¿ha venido usted antes por aquí?

–¿Qué tiene de complicado?

–Puede estar ahora mismo en París, pero es improbable. Quizá esté en Nueva York, o Londres, aunque no lo creo. Me inclinaría por Tokio, o Praga, tal vez Madrid, pero como le digo es imposible saberlo.

–Déle esto, le pertenece.

–Ni siquiera le conozco. Podría tropezar con él en la calle y no lo reconocería. Es un hombre muy reservado.

–Envíeselo, entonces, qué sé yo.

–¡El Marie Antoinette!

–¿Cómo?

–El vestido… ahora recuerdo, por eso su rostro me resulta familiar: usted lo compró el invierno pasado.

–¿Se llama Marie Antoinette?

–El modelo, sí. ¿Por qué quiere devolverlo?

–¿Por qué se llama Marie Antoinette?

–Es una extravagancia de Senescal: todos sus vestidos tienen nombre. Ese de allá es Natalie; el inmediato, Emmanuelle; los que están en el aparador son Joséphine, Sandrine y Juliette; y éste de aquí, Valerie. Pero, ¿qué hay de malo con el Marie Antoinette? Según sé, Senescal estaba especialmente orgulloso de él. Dicen que el tiempo que invirtió en su creación fue el mismo de lo que le tomó diseñar una colección completa.

Yo… no lo quiero… simplemente

Ha pasado algún tiempo, aunque el vestido esté intacto. Comprenderá que no podemos devolverle el dinero.

¡No quiero el dinero ni el vestido!

–Monsieur, vous trouvez-vous bien?

–C’est une robe que le fait rêver!

*  *  *

Flanelle noir.

De ese tejido estaba hecho el traje que llevaba la noche que conocí a Marie Antoinette.

Ocurrió el siguiente invierno, seis meses después de haberme desecho de aquel vestido. Alguien daba una fiesta, alguien importante, y yo aparecí por ahí si bien no era mi costumbre. Me apetecía un trago, algún encuentro fortuito, escapar de mis cuadernos, de mi estudio, de mis hastíos.

Conocía a todos los presentes, pero nadie me conocía a mí. Podía desplazarme entre ellos sin ser detenido, estrechado o importunado. Cierto, de cuando en cuando tropezaba con alguna mirada curiosa e inquisitiva con pretensiones inciertas; en tales circunstancias yo articulaba una sonrisa dando a entender con ello lo que de ningún modo pretendía: entablar una conversación con extraños a los que, empero, conocía demasiado bien. Pero era tan sólo un conato de sonrisa, un visaje incómodo e inexpresivo recargado de tanta timidez, que los destinatarios interpretaban como un signo de desapego y falta de pertenencia, suficiente para desvirtuar sus pensamientos cuando no contenerlos. Sí, lo concedo: la hipocresía es un mar al que no pertenezco, pero puedo nadar en él con cierta ligereza y habilidad.

No hubo un solo rostro que me interesase, una charla a la que deseara integrarme, ninguna mujer que me sugiriese la improbable imagen de Marie Antoinette. Huraño, me aislé en una terraza que daba a un enorme patio al que de manera oblicua cruzaban cuatro andadores y se reunían en el centro en torno a una fuente delicadamente iluminada: no pude más que pensar en la Place des Vosges. De espaldas a la música, a los murmullos que por momentos la sobrepasaban y vencían, me pregunté por el destino de aquel vestido. Y no supe qué responderme.

Encendí un cigarrillo y me volví para observar la futilidad de todo aquello. Creí distinguir un universo creado a partir de imágenes rotas, diluido en la necesidad de existir por el asombro y para el asombro, si bien profundamente insustancial y vacío. Contrapuestos como el negativo de una fotografía, colores y siluetas se desprendían unos de otros negando su pretendida afinidad, para después integrarse a un carnaval que, por decir lo mínimo, encontré diabólico. Pero, ¿qué más podía pensar uno que con la misma fuerza con que se resistía a formar parte de ese mundo, a la vez lo encontraba fascinante?

Muchas noches de mi vida las dediqué a observar a los demás tratando de encontrar la respuesta a una pregunta que no sabía formular. Con la temeridad de un suicida me entregué a desatinos y pasiones que no hirieron mi piel; mi alma, empero, no salió indemne de todo aquello, pero esto sólo lo supe muchos años después. Buscaba la belleza por razones que aduje eran meramente estéticas, y no me di cuenta que en mi cruzada negué la belleza tres veces. Luego cantó un gallo… pero no lo escuché. Así me retraje a mi estudio, a mis escritos y mis trazos, a horas perdidas de reflexiones ociosas en las que todavía tuve oportunidad de encontrar aquella respuesta que yacía prácticamente delante mío. Y no la pude ver. Fue así que inventé lo que primero fue un juego, y un poco más tarde un sendero tramposo para llegar a la cima. Y aunque nadie, una vez que estuve ahí, pudo reprocharme nada, el precio a pagar fue directamente proporcional a la soledad que elegí e inversamente proporcional a mis ambiciones…

El humo se diluyó con mis pensamientos cuando mis ojos se posaron en el suelo. Una centena de mosaicos en blanco y negro, dispuestos como los escaques de un tablero ajedrez en la geometría de la media luna de la terraza, me devolvieron a una noche de otro tiempo. El principio de un escalofrío aguijoneó mi espalda.

–Flanelle…

Una mano cuyos dedos desfallecieron sobre mi hombro izquierdo cruzó mi perspectiva.

Parecía la última mano sobre la faz de la Tierra.

–Me fascina…

*  *  *

Descubrí su desnudez cuando ya dormía.

Yo fumaba un cigarrillo sentado en la ventana. A la luz de la luna Marie Antoinette resplandecía en un azul indescriptible.

En esa cercana lejanía me maravillé de la perfección de los pliegues de su cuerpo. Y abandoné mi deseo en la curva infinita de sus caderas que, como la concepción de un pecado, se retraía a la altura de su vientre.

–¿Quién eres tú?

Me postré de hinojos delante suyo –con la actitud de un devoto, no de un amante– y con las yemas de los dedos recorrí sin tocarla la sinuosa simetría de su feminidad.

–¡Me muero, me muero!

Fue algo profano, casi un acto de prestidigitación, un exorcismo, tal vez, o quizá un ritual inconcluso.

Llevé mis manos a sus senos y recordé a Baudelaire y sus maldiciones, las galletas con que mi abuela celebraba mi infancia, un cuento de Cortázar, el primer copo de nieve en mis manos y aquel asombro al fragmentar con mi aliento esa flor asombrosa y absurda llamada Diente de león.

Acaricié sus senos sin costuras, lamí sus pezones rosados sin tinturas… pero no despertó.

–¡Dime que me quieres, dime que me quieres!

Me arrojé sobre ella como un predador a su presa, pero Dios sabe que sólo la besé…. sólo la besé…

–¿Quién eres tú?, ¿quién eres tú?

Había tantos lunares en su cuerpo como cicatrices en mi alma. Mis labios se posaron en cada uno de ellos. Queriendo trazar la constelación de tales accidentes, la percibí montada en mí… pero yo era una bestia ingobernable queriendo escapar de una prisión milenaria, de un castigo divino: un misántropo taciturno y melancólico abandonado a su suerte en las calles de París.

Herido me arrinconé en su cuello, trastabillé en sus dientes imperfectos y me extravié por horas, inconsolable, por la hierba de su vientre. Desechos ambos, con los párpados vacilantes y las extremidades temblorosas, nuestras manos –cuatro mendigos inciertos bajo el Pont d’Alm– se estrecharon al fin. Fue un acto de humildad en el que, al menos yo, me percibí infinito, sin muerte, eterno…

Sin fuerza ya, pero en el estertor del deseo, besé sus labios por última vez…

Ella abrió los ojos.

–Eres él, ¿no es así? Tú eres él…

*  *  *

Mi padre nunca me miró hacer un gol.

Ni nadie más, ni siquiera yo.

Era un mal atacante, por más imaginativo que fuera.

Estaba solo, entonces. Y, a mi pesar y por una convicción extraña, sigo solo.

Vulnerable, como me advertí en ese momento, me refugié en el arco a sabiendas de que yo sería la última línea de defensa, el único soldado vivo, en contra de una invasión.

Y ahí, en esa soledad, descubrí mi destino.

Tomé a Marie Antoinette por el talle y la atraje hacia mí. Los murmullos de la fiesta habían sometido a la música, pero aun convertida en rumor llegaba hasta nosotros. No dije nada, ella no objetó nada.

Si lo recuerdo bien, bailamos toda la noche.

*  *  *

–¿De dónde has sacado este vestido?

–¿Cómo?

–¿De dónde lo has sacado?

–Lo compré… ¿qué hay de malo en ello?

–¿Dónde?

–En la Place des Vosges, en la boutique de André Senescal.

–¿Cuándo, dime cuándo?

–Mejor me voy…

–Por favor, no te vayas…

–¡Donde! ¡Cuándo! ¿Qué pasa contigo? ¿Así tratas a todas las mujeres?

–Yo… es que… ese vestido…

–¿Qué?

–Es…

–…

–Es…

–¿Qué es?

–Quiero decir, en ti se ve…

–…

–Irreal…

–Lo compré hace tres meses, una oferta, pagué casi nada por él.

–Casi nada.

–Una bagatela si te pones a pensar en lo que cuesta un Senescal.

–Pero es un Senescal…

–Un Senescal usado…

–No entiendo…

–Alguien lo compró antes, un loco. La vendedora me contó que luego de seis meses lo había devuelto.

–Un loco…

–Seguramente.

–¿Y siendo así por qué lo compraste?

–¿Por qué?

–Sí, ¿por qué?

–Porque lleva mi nombre: Marie Antoinette.

*  *  *

El arte es un accidente de la realidad que muy pocos pueden advertir. Quienes lo hacen acusan dentro sí una tragedia, una cicatriz, un dolor irremediable desde cuya perspectiva, y sólo desde ahí, es posible prefigurar y crear la belleza.

Yo soy uno de ellos.

Miré a Marie Antoinette por última vez desde el umbral de la puerta. Mis manos temblaban. Su cuerpo aún resplandecía en azul.

Cuando la cerré, dejé de estar dividido.

Me eché a andar por ahí, con el vestido en los brazos, y creo haber recorrido esa noche todas las calles de París.

Me levanté las solapas, hacía mucho frío, y cuando pude notar que llovía me encontré deambulando por la Place des Vosges. Brinqué la cerca y me dirigí a la banca donde aquella tarde recordé lo que fui. Húmedos mis ojos, grité:

–Sí, soy yo, André Senescal. Nunca habrá ninguno como yo. Hice de un oficio un arte y nadie, jamás, me igualará. Ahí donde todo sólo era vanidad yo descubrí un agujero y no mucho más tarde un universo: desde sitio tracé las tendencias de la historia misma. Y me convertí en una leyenda, en un mito, en el culto más extendido del mundo de la moda porque jamás mostré mi rostro. Yo no quería ser André Senescal, simplemente lo fui. Pero ya no puedo serlo más.

Abandoné en aquella banca el Marie Antoinette igual que la abandoné a ella: absolutamente convencido de que nunca podría crear otro igual; de que, nunca, jamás, habría en mi vida otra Marie Antoinette.