De frente al Pacífico

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: DANIEL SCHWEN

Triste la mirada de Jennie sobre la ventana; me habría dicho minutos antes: “Se fue, no está más, es inalcanzable para ti”. Pero no subí los catorce escalones que median entre la calle y su apartamento ni llamé a su puerta dos veces ni le estreché la mano ni me arrepentí ni le dije nada. Y es que ya sabía que Sydney la había visitado la noche anterior, la dulce pelirroja Sidney, con sus pecas amables en el rostro y sus tetas extraordinarias, tan linda, y seguro le había contado de su paseo en bote con Jeremiah por la bahía, de lo felices que eran mientras la brisa desnudaba sus cuerpos desnudos y ya requemados por el sol, de las cuatro veces que hicieron el amor y los once orgasmos que tuvieron, pero, sobre todo, de la visión de Jacko apostado en el Golden Gate, extraviados los ojos en la perspectiva de San Francisco…

—¡Jacko! ¡Hijo de puta!

Jennie me mira, me mira y yo lo sé, pero no estoy seguro. Casi adivino la tristeza en sus ojos, la culpa y el reproche, la conmiseración que siente por mí y el odio adjunto con que se aferra al antepecho de la ventana y lo oprime, lo desgarra.

Sidney le habría dicho —sí, seguramente— que Jeremiah detuvo el bote justo debajo del Golden Gate, que gritaron y dieron vueltas en círculo para llamar su atención, que incluso Sidney dejó caer la toalla que cubría su cuerpo inimaginable y se acarició las tetas para llamar su atención… pero él no hizo caso, tranquilamente atónito, miraba a la ciudad y sus bestias.

—¡Jacko! ¡Jacko! ¡Jacko!

Jennie también tiene bonitas tetas, pero nunca como las de Sidney… tonta pelirroja… desde mi desesperación descubro sus pezones infinitos, diáfanos, observando tristes detrás de su blusa rosada, como sus pezones, y ellos también me odian…

Sidney —esto lo sé de cierto— entonces se montó en la nueva erección de Jeremiah, le abrazó las nalgas con sus piernas y humedeció con su sexo pelirrojo la obscuridad del de aquél. Quizá Jacko miró las pecas temblorosas de Sidney, su disposición geométrica, la bondad con que, dispersas, afinaban una espalda esculpida en horas nocturnas de gimnasio; pero acaso Sidney —esto lo ignoro— echó su cabeza hacia atrás, el cabello alborotado por la brisa, y le gritó “Jacko, mira; Jacko, mira”, y él apenas pudo adivinar sus gritos, absorto como estaba, imaginando detrás los edificios el domicilio de Jennie sin Jennie… sin mí…

—¡Jacko!

Él dijo estaría aquí hace una hora, vistiendo la pañoleta escarlata que lo volvería singular al emerger del subterráneo en la estación Castro, arremangada su chamarra de cuero negra, los vaqueros rotos y en la muñeca de su mano izquierda la pulsera que le di, la que alguna vez fue de Jennie, la misma que le robé a ella sin cometer un delito, esa pulsera que la mantiene en ese sitio, odiándome con tanta lástima, lastimándome con demasiado odio, perpetrado en sus ojos.

Sidney le dijo todo eso, sin duda; Jennie la escuchaba mientras abría el refrigerador sólo para no encontrar nada comestible, en buen estado quiero decir, y entonces le dijo:

—Aguarda, linda… ¿prefieres comida china o pizza?

—¡Oh, no lo sé! En el San Francisco Chronicle de esta mañana apareció una reseña sobre un bistró salvadoreño, simplemente encantador, deberíamos ir a conocerlo ¿no te parece?

Jennie no la escuchó: absorta miraba el refrigerador casi vacío y en su mente, sin detenerse, aparecía la imagen de Jacko corriendo por la calle de Castro, huyendo —corregiría—, pero sin saber por qué, sin explicarse el porqué de esa visión.

—¿Comida china o pizza, Sidney?

—¿Te parece que una pañoleta lila vaya bien con estos pantalones? Me la dio Jeremiah, bastardo, debió haberme preguntado antes… ¿qué dices, Jennie?

Ya no la escuchó mientras sostenía el teléfono con el cuello y sus dedos marcaban el número telefónico de la pizzería donde Jacko…

—¡Hijo de puta!, ¡Hijo de la gran puta!, ¡Maldito seas Jacko!

—Anchoas, sí, y salchicha italiana… ¡ah, y que venga Jacko, que la traiga él… Esperaré a que regrese… es que quiero que él la traiga… ¿Que no se presentó?

Jennie, Jennie… ¿mentiste? mentiste, ¡mentiste! Ahora te divierte mi desesperación, todo este dolor que no es tuyo y quieres robarme… pero es tuyo como es mío… ¡Deja de mirarme! ¡Déjame en paz! Cierra la persiana, no quiero ver tus ojos que aún tienen impreso el verde de los ojos de Sidney, su rostro angélico, sus pecas inciertas, su estúpida sonrisa de pelirroja…

—¡Ah, Jacko! ¿Es que no lo sabes, Jennie? Justo ayer Jeremiah y yo dábamos un paseo en bote y…

Esta es la novena ocasión que entro a la boutique… también, con ésta, suman nueve miradas recelosas del dependiente que supone, y así lo ha hecho saber a los empleados, que soy un ladrón y que, tal vez, sería prudente llamar a la policía. Si tan sólo pudiera decirle que Jacko, cuando por alguna razón se embriagaba de tristeza, venía a este sitio y purgaba sus dolores, ficticios o reales, mirando la ropa, sólo mirándola, pues nunca tuvo dinero suficiente para comprar la más barata de todas las prendas que hay aquí. “¿Qué es lo más barato que aquí se vende?”, preguntó en una ocasión, y este mismo tipo que hoy me mira no supo responderle con certeza, con un poco de amabilidad, y apenas, entre dientes, dijo que los calcetines. “Pero los lisos —advirtió—, los de figuras van de los sesenta a los ochenta dólares…”

—…entonces dejé caer la bata, tú sabes, para que me viera las tetas y observar su reacción. Jeremiah lo encontró divertido, muy divertido, y se excitó nuevamente…

Jennie dijo la verdad… pero no se mueve, ni parpadea, cruzados los brazos aguarda y aguarda y ahora mismo la imagino hecha de sal, de piedra, cual si fuera centinela de una bahía y un secreto doloroso… si no ¿por qué está llorando? ¿y por qué detrás del brillo acuoso en sus ojos se advierte uno maligno, filoso, escandalizante, de odio?

—¡Jacko, por Dios…

—…entonces Jeremiah la metió, ¡Dios mío!, de un sólo impulso y yo sentí que el mar me penetraba en medio de las piernas y me inundaba toda y, sin quererlo, reflejada en los anteojos de sol de Jeremiah, me miré azul y pelirroja y eché mi cabeza hacia atrás, adormecida de placer, y le ofrecí los senos sin hablar, sin decirle alguna cosa, y él los mordió mientras yo miraba a Jacko, tan triste, tan triste —deberías haberlo visto—, y su tristeza aumentaba mi placer y me pintaba aun más de azul, de azul de mar, mucho más y adentro… de mí…

Le digo adiós a Jennie dudando entre abordar el taxi y echar a correr hacia ella, subir los catorce escalones, derribar su puerta, ir a la cocina y empuñar un cuchillo, hacerle el amor, besarla entre mordidas de sangre, dormirme en ella, dejarme acariciar por su esperanza… Adiós, Jennie.

—…yo ya sabía que Jacko era homosexual, Jeremiah no. Así que cuando se lo dije, en medio de gemidos escandalosos y a punto de terminar ambos, advertí que Jacko había desaparecido y, no me preguntes por qué, pero entonces recordé aquella charla, aquí mismo, hace unos meses, cuando Cliff te arrebató juguetón aquella pulsera de hilo que te había obsequiado para tu cumpleaños y se la dio a Jacko argumentando sarcástico que esa sería una forma de desposarlo pues, alguien dijo, seguro lo recuerdas, que si Cliff fuese homosexual haría una linda pareja con Jacko… y entonces, en ese momento, con la cosita de Jeremiah entrando y saliendo, entrando y saliendo de mi mar, los imagine en la cama, ¡imagínate! y tuve el orgasmo más maravilloso de todos los que he tenido. Y me puse a llorar.

Jacko, Jennie, Sidney… ¿por qué esta ciudad está enamorada del pasado, de lo que hubo en un tiempo y a pesar de todo ya no hay? Las casitas, los ladrillos rojos y diminutos, las formas anticuadas, cursis, los tranvías y sus conductores ancianos que asoman las cabezas para asustar al futuro y sus nubes nuevas.

—Diecisiete dólares…

—…tú lo recuerdas, yo también, y sólo Dios sabe por qué demonios el papel que Jacko sostenía y que soltó —quién sabe si con intención o por accidente— mientras miraba la ciudad y nos ignoraba a nosotros, fue a caer justamente entre Jeremiah y yo. Y sí…

Miro la ciudad, más allá… el departamento de Jennie sin Jennie, sin mí… por ahí Sidney, la tonta pelirroja de tetas extraordinarias y pecas sublimes, sus ojos verdes, Sidney… Y Jennie estará llorando ahora, no sé si por mí, por Jacko, por qué. La imagino pintando con sus lágrimas un cuadro nuevo, un atardecer en Bay Area y el Golden Gate al fondo, imperceptible para los ojos viciados, inevitable para quienes han perdido algo. Y los ojos de Jennie y sus lágrimas atraviesan el puente, olvidan la ciudad y la premisa de perder la vida mirando los edificios y las sombras y las calles y sus mendigos y todos esos asiáticos.

…que había llegado… ¡oh Jennie! es tan difícil… que había llegado a un punto en que su amor egoísta no consentiría tu relación con Cliff y, sin embargo, que todo lo que por él sentía no podría echárselo en cara mirando la ciudad al momento… lo siento… lo siento… aquí está la carta, mírala tú misma.

Jennie, Sidney… Jacko miraba el Pacífico… toda esta soledad que contemplo en el cuadro que imagino Jennie está pintando ahora y que, seguramente, prescindirá de mi presencia, pero no de la de Jacko, hermoso, saltando para hundirse. Al fin olvidando esa ley no escrita que asegura que los suicidas del Golden Gate siempre se arrojan del lado que mira a la ciudad…

—¡Jacko! ¡Hijo de puta!