Por ANDRÉS TAPIA
Edgar niño: ésta es tu oportunidad. No vas a tener otra si vos deseás llegar a tiempo, justo a tiempo. El hombre de las orejeras ya se ha girado, el carro guía se aleja, los demás se van. ¡Corré, corré y tené cuidado! Lentamente. Dejá que dé la vuelta y se detenga. Ahora, sube los pies, ahora que está quieto. Eso es, muy bien. No, no mirés, nadie está mirando ¿quién podría mirar?, ¿quién va a imaginarte a vos, Edgar niño, aquí, hoy? Trepá la plataforma, muy alta para tu cuerpo, muy pequeña para tu deseo, una plataforma apenas y en ella todo el tiempo reunido: ojos azules casi húmedos, cabello rubio asimétrico y alborotado, brazos delgados y tensos, labios de hielo, la jauría de todos los recuerdos encerrados en tu mochila, once años, el adiós que no dirás, con tus manos de niño, Edgar, que no dirás…
Entrada la noche, cuando el barullo disminuya hasta ser casi inaudible y escuche a papá decirle a mamá: “Será mejor que vayamos a la cama”, comenzaré a orar. Para entonces, los grillos, la lechuza antigua del jardín y los murciélagos rondarán mis ojos y querrán encerrarme en sus ojos y destino y quizá hasta convertirme en Luna. Pero hace noches que soy Luna, tan pálido, no tanto como vos.
Aguardaré hecho un gazapo, un muñeco triste que mis juguetes no comprenderán sin antes haberme olvidado. He puesto el cerrojo. Lo he retirado. Lo he vuelto a poner. Abierta la ventana, detrás de la oscuridad, el viento habla y dice cosas que no escuché antes, que ni siquiera imagino al apretar los ojos… el viento, tanto frío parlante, seguro enfermaré.
Cuento los minutos Vos, ¿contás los minutos? Pero no como cosas que pasan, que tienen que ser contadas para que tengan sentido, sino como cosas que uno espera que desaparezcan, que no existan… pero están aquí, en el reloj, dentro y fuera, y son una cerca que hay que brincar tan alto, tan alto… pero a veces no. Cada mañana, en el salón, me olvidaba de hacerlo, de contar, porque contar era descontar y descontar era dejar de verte a vos. Todos ansiaban, vos también, escuchar la campana para arrojarse en los brazos de papá y mamá… menos yo.
—Edgar, no sabía que a vos te gustara la geografía. ¿De qué lugar es este mapa?
—Es… es… un mapa… el mapa del tesoro.
—El mapa del tesoro. ¿Qué escondés ahí, Edgar?
Edgar niño: papá se volverá loco buscando sus cinturones, gruñirá a mamá, llamará a la oficina y dirá que se ha retrasado, que tenés gripe, muy fuerte, pero nada de cuidado, apenas un resfrío, algo de jarabe, unas mantas, un poco de cariño bastará y acaso al mediodía, sí, nomás, el tiempo que le tome ir al centro comercial y comprar un cinturón nuevo, o dos, o los que sean. Porque vos los robaste todos, Edgar niño, y están aquí contigo, ahora, alrededor de vos. El viento te abraza y el frío también. Cerrá los ojos, pibe, abrazá el metal y adiviná, vos sos bueno para eso: dónde está el colegio y la iglesia, el parque de diversiones y el zoológico, tu pie derecho y el dedo meñique, las lágrimas que te faltan, Edgar hombre, y te ruedan por las mejillas y se evaporan al instante mientras mirás tu interior, muy dentro, e imaginás la cara de Margarita, la adivinás, y ahora quisieras olvidarla: cobarde, infante, inocente, tonto, niño; Edgar, cerrá los ojos y no mirés nada, ni siquiera tu sombra gigantesca…
La mañana de ayer mamá servía el cereal y, de pronto, papá arrancó al calendario la hoja: Julio 29. “Es un bonito día”, dijo, y entonces besó a mamá en la mejilla, la abrazó y le frotó los brazos con sus manos. Luego se dirigió a mí, con una sonrisa estúpida en la cara, y auguró: “Mañana… ¿recordás? Boca y River. Ahí estaremos”. Yo le sonreí, con mucha lástima, él no se dio cuenta.
—Llevame a ver aviones.
—¿Otra vez? Recién estuvimos ahí.
—Llevame, por última vez.
Cuando vi el avión me acordé de vos, Margarita. El sol ya caía en el horizonte y al incendiarlo todo de rojo el hombre de la máscara de águila pareció sonreír. Papá me alzó en sus brazos, como si comprendiese mi deseo de estar cerca, cada vez más cerca. Y ahí estaban los colores de vos, los viejos y nuevos colores de vos, en un costado del avión. Papá dijo algo del hombre de la máscara de águila, algo grande, tardó minutos hablando, y no lo escuché. Que era un señor, un caballero, que ya no existía, pero existió hace mucho tiempo… Y preguntó si estaba triste, por vos, si te extrañaba y si querría verte alguna vez. Le dije que no, que sólo un poco, pero menos cada vez. Papá me alzó nuevamente, estiré los brazos y algo grité al hombre de la máscara de águila. Pero ya no sonrió…
—Bárbaro, pibe, bárbaro. ¿Vos querés ser piloto, hijo?
—Quiero volar, papá.
Diplomático. ¡Cuánto trabajo entender esta palabra! Y cuando al fin supe qué quería decir, entonces quise olvidar su significado. Pero cuando vos eres niño no sabés olvidar, todo lo aprendés y guardás en algún sitio del que no tenés la llave. Yo, por ejemplo, guardé a vos por aquí, en los ojos, pero te fuiste muy dentro, muy dentro. Y cuando he llorado por vos todavía no he podido sacarte.
—Diplomático.
—¿Qué cosa?
—Viaja a países, habla idiomas…
—¿Siempre?
—Creo que sí.
—Entonces vos no tenés casa.
—¿Qué es vos?
Me enseñaste tu país en el mapa y yo dije que parecía la lámpara de Aladino. Reíste. Entre las cosas que llevo está ese mapa, Margarita, los lápices de colores que me regalaste, el prendedor que te robé y la fotografía que tus padres y los míos nos sacaron en el parque de diversiones, aquella vez, con tu vestido rosa debajo de mi campera, la que te presté, que nunca me devolviste porque yo no quise que me la devolvieras…
—Supongo que Margarita tiene la edad Edgar.
—Cumplirá diez el 30 de julio.
—¡Ah! Es un año menor.
Tanto silencio, Margarita, si vos pudieras escucharlo. Pero detrás del silencio están las cosas, las que no supe antes y ahora sé, esas que sólo el silencio devuelve porque las crea. Ese sonido, un murmullo, como de un grillo que canta debajo del agua es mi madre. Y el agua que la oprime, la de un río que se escapa presuroso al mar, es mi padre. Son los dos, existiendo del otro lado de la pared, atrás de las repisas y los juguetes: viven. ¿Vos alguna vez escuchaste a tus padres ser grillo y agua juntos? Quiero decir, ¿estuviste alguna noche despierta, toda la noche, y pudiste escuchar sus voces en el silencio? Yo sí, esta noche, y no quisiera recordarla nunca. Pero no será así porque hay cosas que vos te llevás aunque no quieras llevártelas, cosas invisibles que no podés ver pero que hacen más pesada la mochila, tan pesada como si llevases todos los libros, una mañana, a la escuela. Y es cierto, llevo al grillo y el agua aquí atrás, y hacen ruido, y no quiero que despierten, aunque anden bien despiertos…
Edgar niño: ojos azules cerrados, campera negra, vaqueros ceñidos, zapatos de fútbol, mochila a la espalda, agua y grillo en silencio. Edgar niño: abrí los ojos, cerrá los ojos, hacete hombre, llorá sin lágrimas, mirá la gente, decile adiós a Buenos Aires. Ya despiertan papá y mamá, sus párpados se abren y reciben al sol miserable de julio que entibia el culo de América. Mamá, como siempre, te dejará dormir un poco más, sólo un poco más, el tiempo que tarde papá en afeitarse y que ella aprovechará en preparar los queques que tanto te gustan: dos en el desayuno, uno que pondrá en la lonchera y aquél que llevás escondido bajo el jersey de lana. Pero eso fue “siempre”, Edgar niño; hoy es “nunca” y no hubo desayuno, no llevás lonchera y olvidaste el jersey que —ahora lo pensás— te hace tanta falta. Y ves que el sol se levanta, se levanta, se levanta, se sacude la modorra y se pinta de un color desconocido, uno que no viste antes, jamás, y aunque no calienta es sol y es el que tenés y ya no porque viene la oscuridad, otra vez la noche, y vos querés dormir y no podés, no podrás, porque hace mucho frío, frío de nieve y montañas, las más grandes, que están allá… ¿podés verlas?… tus montañas, lo último que verás de la Argentina antes que la noche caiga otra vez sobre vos, solamente, sobre vos…
Te invitaba todas las tardes a tomar el chocolate. Te mecía en el columpio y quería arrojarte al cielo. Te regalé mi colección de cromos de Boca sin ninguna tristeza. Te tomé la mano la ocasión que caíste en el lodo: limpié tu cara, me miré en vos y vos eras espejo: me devolvías completo, sin lamparones en la ropa, sin mocos en la cara, limpios los pantaloncillos, intactas las rodillas. Y te besé la mejilla y vos no lloraste, besaste la mía y nos tomamos las manos. Y así nos encontraron tus padres, bien entrada la tarde, en algún lugar de tu jardín, dormidos.
—Los chicos son muy unidos.
—Sí, se quieren mucho.
—Apenas dos pibes.
—Lo entenderán.
—Edgar lo va a resentir.
—Margarita también.
—Los extrañaremos.
Llevabas la cara triste, tu vestido rosa estaba húmedo, los cabellos te cruzaban la frente, escondían tus ojos, inmóviles. ¿Dónde es México? ¿Qué hay allá? ¿Por qué ahí yo soy tú y aquí vos eres vos? “Donde empieza América la Grande —dijiste—: Latinoamérica”. Y yo no entendí que vos supieras tanto de geografía ni que hubiese dos Américas en una sola ni eso de ser latinoamericanos ni nada. Y luego que el papá de vos iba a ser secretario de no sé qué y no sé cuánto, que México era tu casa, que extrañabas a tus abuelos, que me querías, como a México, que podría visitarte… Tanto frío, Margarita, no tenés idea. Ahora arrojo la mochila por la ventana, miro a los muñecos y a los autos, el poster de Messi, el de Mascherano, la foto con Mickey en Disneyworld y cierro los ojos y me deslizo y busco en el aire el agua y el grillo que ya se han ido, se van conmigo, en busca de vos.
Edgar niño. Nueva noche. Mentira. Ahora podés llorar si querés. Entumido el brazo, sin dolor, lo aproximas a tu boca y lames tu pulgar. Querés la humedad de nuevo, completa, eterna, sin regateos; mendigas el calor en tu memoria, los rezos desconocidos, las manos que te presentían y para ti se abrían y te esperaban tibias, plenas; los augurios, tu uniforme de Boca, sexo desconocido pero serás varón porque tu padre en la clandestinidad de un orgasmo lo ha decidido. Tu pulgar derecho anida en tu boca, tu cuerpo tundido se repliega sobre sí mismo, se busca, se comprime, se imagina nonato y querido en esta placenta túndrica, inhumana, desalmada. Papá y mamá te gritan, te buscan, lloran. La cama está llena de tu silueta, los queques esperan humeando en la mesa, el teléfono se llena de palabras desordenadas y desesperación; Messi y Mascherano cierran los ojos. Edgar niño, ni una carta ni una razón pueril ni vestigios de tu metamorfosis prematura ni los cinturones en el armario.
—Vuelo 707, destino Ciudad de México, sala 56…
—Recuerda mi cumpleaños, 30 de julio; mándame una tarjeta… o ve a visitarme…
—Muchas gracias por todo.
—Donde empieza América la Grande…
—Siempre serán bienvenidos
—Latinoamérica…
—Gracias por los discos de Piazzolla.
—Te voy a extrañar, Edgar…
—No olviden enviarnos tequila.
—Y yo a vos, Margarita…
Quise dejarles una carta, Margarita, pero… ¿para qué? Ellos no entenderían nunca que tengo una promesa que cumplir, un porqué sin respuesta, algo que aprender. Y ellos tendrían razón: no sé qué es querer, sólo tengo once años. Pero lloro, a solas, y no entiendo. Ando en bicicleta, husmeo en tu jardín, leo el letrero de “SE ALQUILA” mil veces y vos seguís apareciendo en mis sueños. Y yo te prometí… Hoy es 30 de julio, tu cumpleaños, apenas creo que podré escabullirme y conseguirlo. No me verá nadie, ¿quién se fijaría en mí?, un niño… Un niño que corre y corre y corre y corre…
—…esta mañana… no lo sé… una campera, una mochila, nomás.
—¿Cómo es él?
—Rubio, ojos azules, tiene once años…
—A13 rutina, A13 rutina. Masculino, once años, rubio…
Edgar niño: ¿Por qué lo hiciste? Te restaban tantos mañanas, no podrías contarlos, y el fin de la niñez. ¿Creciste, Edgar niño? ¿Quién te hizo crecer, afirmarte, contravenir la naturaleza y convertirte en lo que vos no sos, pero sí? No, es cierto, no lo entenderían. Habrían dicho que no, suavemente, pero no al fin: “Qué tierno, hijo, pero a vos te falta crecer, desarrollarte, ir al colegio, al liceo, a la universidad. Y entonces conocerás a alguien, una mina muy hermosa que con suerte será tu mujer. Y, ¿por qué no?, quizá sea la Margarita, no podemos saberlo, la vida da muchas vueltas y sos apenas un pibe”. No dejarías pasar el tiempo sin acción, no esperarías al destino porque tuyos no sólo eran la prisa y ese conato de amor, también te iba la vida —¡tirá para arriba!—, tu vida, tu vida, tu vida. Y ellos la decidirían al decir no, te alejarían de ella, la amputarían.
Cerrá los ojos, Edgar niño, mirá bien dentro y te verás crecido: la barba y el bigote como estandarte, los músculos prestos, tu espíritu vuelto piedra, tu nombre sin adjetivos. Llevás contigo el agua y el grillo, lo que no sabías y descubriste, tu verdad que no coincidía ya con la de papá y mamá, tu verdad que se llamó Margarita y la alcanzaste (“Donde empieza América la Grande: Latinoamérica”). Papa y Mamá, y vos con los ojos cerrados, vos que no podés verlos estrecharse y rogarle al cielo que te acoja, que te bendiga y proteja. Mamá y Papá buscándote, sin pistas, sin esperanzas… te encontrarán. Pero será más tarde, por la noche, cuando inquietos y casi fantasmas miren el televisor sin mirarlo y en un tris, sin querer, te descubran héroe inmortal: atado al tren de aterrizaje, en hipotermia perfecta, de un avión que, cuando ya has muerto, ha puesto en tierra tu hombría en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.