Por ANDRÉS TAPIA // Foto: PATY PERRET / A24
En la borrasca de un sueño recordó que besó a una mujer llamada Irán… o que una mujer llamada Irán lo besaba. Era una noche de tantas, en un bar de tantos, en medio de tanta gente y, al mismo tiempo, de tanta nada. Se revolvió en la cama con la violencia del cilindro de un revólver que alguien más hace girar con quién-sabe-qué-avieso-propósito y que, pese a tanto y todo, tan sólo contiene una bala. En medio de sus desvaríos, Irán, empero, no se desvaneció.
En aquel beso, que su inconsciencia imaginó eterno, el fragor del deseo y la necesidad de amor riñeron voluptuosos y vulgares como dos ebrios en un bar. Él era, a un mismo tiempo, el bartender y el depositario de la saliva de aquellos labios.
Giró sobre sí, tomó la botella de Woodford y vertió en dos vasos pequeños una medida aprendida hasta el cansancio… uno, dos, tres, cuatro… Cerró los ojos y se miró beber aquel trago de un solo trago, y miró a Irán dejarlo escurrir por las comisuras de su boca, humedecer su cuello, inundar su pecho e incendiar, al fin, el contorno infinito e inimaginable de sus senos. Mientras su cabeza caía vencida al lado opuesto de su deseo, escuchó a Ben Mendelsohn gritar “Two Woodfords”. A cinco metros de distancia, Ryan Reynolds iluminó la miserable oscuridad de aquel bar y su sueño.
De algún modo, él también era Ryan Reynolds. Y Ben Mendelsohn.
Les extendió el bourbon como quien ofrece una mentira. En aquel momento Irán se ajustó un tirante del bra y alisó su blusa. Faltaba un botón que en ese instante rodaba al infinito, pero él advirtió que ella no pudo notarlo.
–¿Alguna vez has estado en un partido de la NBA? –preguntó Ryan Reynolds a Ben Mendelsohn.
No lo dejó responder:
–Esos tipos son altos.
Deslizó el paño sobre la barra para limpiar lo que creyó era el agua condensada de los hielos. En parte era cierto. En parte no: Irán lloraba.
Sintió entonces el deseo de orinar, pero no fue tan intenso como la idea de seguir soñando. Una almohada cayó de su sitio y un brazo se movió imperceptiblemente. En la oscuridad de su habitación tragó aire con la desesperación de un muerto.
Irán cogió un paño –quizá el mismo paño que él había deslizado en la barra– y secó su frente perlada de gotas uniformes y distintas: unas grotescas y alarmantes, otras simples y hermosas como ideas inacabadas. Él quiso abrir entonces los ojos, pero…
–No soy una buena persona… no lo soy. No te merezco. Pero apareciste, como un Leprechaun, como un duende, ahí mismo, en Iowa… Ahí estabas y ¡bum!, tenía que seguirte, quiero decir, ¡bum!, magia, justo ahí… Y… no puedo hacerlo sin ti. Estamos juntos. Y te diré una cosa: no te seguí al maldito río para perder.
–Es el camino largo, ¿no es así, Gerry?
Irán le besó los labios con algo parecido a la ternura, pero no pudo contener su lengua. Ben Mendelsohn y Ryan Reynolds discutían en silencio. Él y ellos servían de nuevo en dos vasos pequeños una medida de cuatro tiempos de Woodford. Irán se retiró el brassier y el le quitó las panties. De fondo, se escuchaba “Rainbow Road” con Marshall Chapman…
Abrió los ojos y, pese a todo y tanto, no pudo recordar nada en ese instante. Se dirigió al baño, orinó. Su pene pesaba como una idea inacabada y perfecta, una idea total, dictatorial y absoluta, una idea simple y maravillosa. Una idea, una idea… sólo eso.
Volvió a la cama con la intención de abrazar a Irán, pero ella ya se había marchado. Encontró, sin embargo, a Ryan Reynolds y a Ben Mendelsohn. Discretos y felices bebían Woodford: el bourbon más feliz de todos.
“Haré un trío con ustedes”, dijo. Y repentinamente, como la muerte, cayó dormido.
Él era el bartender de aquel bar. Y también Ben Mendelsohn y Ryan Reynolds. Y un poco, si es posible decirlo, Irán.
Secó la barra con un paño rojo. El ámbar de las luces, el recuerdo de una mujer inacabada y perfecta, y dos borrachos que querían descender por el Mississippi hasta perderse o encontrarse, fue lo último que recordó.
Cerró el bar. Caminó dos calles. Cogió una bicicleta gris y volvió a casa.
Se sirvió un Woodford.
Y encendió el televisor.
Irán apareció delante suyo: perfecta e inimaginada. En un plano secundario, Ben Mendelsohn y Ryan Reynolds se marcharon para siempre con los modos de las sombras… nunca los olvidaría.
Los besó en la frente mientras Irán se desnudaba. Eran las cinco menos cinco, pero decidió que algún autobús los llevaría a casa.
Irán se acostó desnuda delante de él y lo miró como se mira a un niño.
Y al fin, por fin, al amparo de esa mirada, se quedó dormido.