Treinta pesos: el precio de la felicidad

Por ANDRÉS TAPIA

Su nombre, dos palabras, no arroja nada en el motor de búsqueda de Google. Es necesario agregar dos o tres más para que el algoritmo se repliegue sobre sí mismo y encuentre seis referencias directas y dos indirectas. Y no habrá más. Y no tendría porqué. Ocurrió hace 30 años y fue una suerte de pequeño milagro que sólo unos cuantos pudimos escuchar.

Llegó a mí en forma de una cinta de audio llamada casete, un formato de grabación de sonido creado en la década de 1960 y cuya extinción tuvo lugar en los primeros años del siglo actual. Fue el regalo de un amiga, Rosario Valeriano, quien el año de 1988 trabajaba en el departamento de prensa de la discográfica EMI Capitol México.

Tras la muerte del dictador Francisco Franco en 1975, y luego del proceso de transición e incorporación del sistema democrático en España bajo la figura de monarquía parlamentaria, en la década de 1980 surgió en Madrid un movimiento contracultural llamado La Movida que no sólo trascendería a las provincias españolas, sino también a Latinoamérica.

Se trató de una revolución cultural muy similar en los hechos y alcances a la que tuvo lugar en la década de 1960 en el Reino Unido y Estados Unidos, y si bien abarcó muchos ámbitos y disciplinas, fue en lo tocante a la música donde alcanzó su mayor trascendencia.

Argentina y México, por su tamaño y valor de mercado, fueron las cabezas de playa que las compañías discográficas eligieron para mantener en boga un negocio floreciente y magnífico, sin obviar, por supuesto, las condiciones políticas y sociales que vivían ambas naciones y que, en consecuencia, sugerían un terreno fértil.

EMI Capitol siguió los pasos de BMG Ariola –esta última la pionera en la introducción del llamado Rock en Español en México (su producto se llamó Rock en tu Idioma)–y contrató a tres agrupaciones para promover lo que llamó “La Movida está en EMI”: Rostros Ocultos, Bruno Danzza y Primer Nivel. Rosario, mi amiga, me obsequió las grabaciones de cada uno de estas bandas en forma de casete. Lo hizo no sólo por un acto de amistad: yo entonces comenzaba a escribir en una revista de entretenimiento y ella necesitaba difundir a los grupos de su empresa.

Hasta donde puedo recordar, no escribí una sola línea de ninguno de ellos, pero a contracorriente debo decir que el único disco que grabó Primer Nivel, una banda originaria de la ciudad de Guadalajara, marcó mi vida con los modos de un hierro ardiente.

Se llamó Rompe la esfera y contenía el standard de diez melodías que la mercadotecnia y la época establecieron entonces. A medio camino entre el New Wave, el New Romantic y el Electropop, Primer Nivel se desmarcó musical y líricamente de los convencionalismos que reinaban al final de la década de 1980. Y lo hizo sin modificar la forma, pero sí el fondo: su sonido era el de Alphaville, Duran Duran o Simple Minds, nada nuevo bajo el sol. Y, sin embargo, parecían los incursores y creadores de un género que para entonces parecía agotado.

Yo tenía 20 años y escuchaba esas diez canciones al despertar, al volver por la noche a casa de la universidad, y también antes de dormir. Y cantaba: “Hay un desfile en la calle / desde mi banca lo miro / son muchos los personajes / colores blancos sus trajes. / Me harto de mí / sólo me engaño / fue un secreto / mil veces al año. / Los títeres me disparan / tratando de confundirte / hoy he visto un elefante / para poder advertirte. / No me vas a dominar / se acabaron tus secretos / que necesito tamaño / para poder persuadirte.

Los integrantes de Primer Nivel eran cinco jóvenes acaso un poco mayores que yo: Nacho Cadena (voz), Luis Palomar (teclados), Fernando Palomar (bajo), Jorge Cañez (batería) y Eduardo Cervantes (guitarra). Eligieron una imagen, o se las impusieron, que rememoraba alguna sesión de fotos de Duran Duran y hacia uso de algún elemento gótico natural de The Cure. Niños bien que portaban un atuendo clásico que en modo alguno les hacía parecer revolucionarios, contestatarios y rebeldes. Y, pese a todo, lo eran.

Pasó el tiempo. La Movida mexicana de EMI Capitol no funcionó. Rostros Ocultos se mantuvo vigente gracias a una canción antigua, un one-hit-wonder que grabaron con otra casa discográfica y nada más. Bruno Danzza jamás trascendió y Primer Nivel se separó poco después. No sé cómo, ni por qué, pero perdí aquel casete que me regaló Rosario y que, muchas veces, escuché con Connie, su hermana, mi novia de aquel tiempo…

Una noche del año 1995, en lo que otrora fue una discoteca y se había convertido en un bar gigantesco en la Ciudad de México, el grupo chileno La Ley realizó un showcase para presentar su disco Invisible. Yo estaba ahí, junto con algunos otros colegas, y al influjo de los tragos comenzamos a disertar en torno al rock en español. Alguno pidió que nombrásemos cuál era el mejor disco del rock mexicano. Cuando llegó mi turno, con el fanatismo de un converso, aseguré que el mejor álbum era Rompe la esfera de Primer Nivel. “Nadie llegó tan alto”, dije. “Nunca tan lejos”, agregué. “Lo suyo fue arte puro”, exageré. “Y nadie les superará”, concluí.

Se hizo un silencio improbable (¿podría existir el silencio en un bar?). Alguien entonces me tocó el hombro y sonrió sin sonreír. “¡Qué bueno que lo dices! Y que lo dices ahora”, dijo. “Mira, éste es Nacho Cadena, el vocalista de Primer Nivel”.

Estaba al lado mío y lo escuchó todo. No recuerdo si me abrazó, lo que me dijo, lo que le respondí yo. Recuerdo su sonrisa, sí. Y nada más.

He contado esta historia algunas veces, no demasiadas, y uno de los depositarios de ella ha sido mi amigo Roberto Castañeda. Recuerdo haberle dicho: “Era una banda adelantada a su época, una banda que no duró nada, una banda que me hizo feliz”.

Roberto me escribió hace dos días. “Hola, amigo. Oye, alguna vez me pusiste un video de un grupo de pop. Creo que se llamaba Primer Nivel, si mal no recuerdo”. Le respondí que sí, “una gran banda de Guadalajara”.

Hace seis horas Roberto llegó a mi casa con una botella de ron, una de bourbon y una bolsa de plástico en la que ocultaba algo más. Ese algo era un disco de vinil que compró por 30 pesos en un puesto callejero en la avenida Balderas en el centro de la Ciudad de México.

“En tu cabeza / una idea fácil de atrapar… oh sí… / Sobre tu pelo / nubes de borrasca que hoy van a arriesgar… / Una y otra vez vienes a buscar / una y otra vez vienes hacia a mí. / Una y otra vez vienes a buscar / una y otra vez, voy por ti… / Una fiesta que me encienda necesito yo / el brillo de tus ojos me hace explotar / oh sí…”

Treinta pesos, uno por año. Ese es, tristemente, el precio del mejor disco de rock que se ha grabado en México.

Treinta pesos. ¡Que se jodan! Ese es el precio de la felicidad.