Antes iban de profetas (mercaderes, traficantes…)

Por ANDRÉS TAPIA

En el principio fue sólo un destello, algo que ni siquiera podía ser llamado idea, pero nada más. Fue, quizá, la temeridad del celacanto al asomar la cabeza fuera del mar tan sólo para mirar el sol sin ese espejo de agua en el que, desde que podía recordar, y en realidad no recordaba nada, siempre había vivido.

Fue eso o acaso sólo curiosidad–otra forma, una muy arcaica, de llamar al instinto–por transgredir el territorio en el que se habita y aventurarse en uno nuevo en el que, sin darse cuenta, sus aletas ya no ejercerían la función de desplazar el agua para impulsar su cuerpo, sino de afirmarse como el habitante de un ecosistema distinto, sin la consciencia, claro está, de tal pensamiento.

La evolución convertiría al celacanto en un tetrápodo, el antepasado más insignificante de los réptiles, y más tarde en un ser mucho más grande y atemorizante que 66 millones de años después de su extinción los humanos llamaríamos dinosaurios (“lagartos terribles”). Gigantescos e improbables, poseían sin embargo cerebros del tamaño de una nuez cuyas neuronas sólo emitían tres órdenes de pensamiento: comer, matar o huir.

Que algunos de ellos pensaban y se comunicaban entre sí, es una superchería que surgió en la mente de un atorrante llamado Michael Crichton, una idea que le compró Steven Spielberg y que, desde hace 25 años, tiene fascinada a la humanidad.

Pero no. Eran bestias, literalmente, eslabones de una cadena alimenticia ciertamente fascinante, cuyo asombroso tamaño no impidió su exterminio. Paradójicamente, fueron seres más pequeños, insignificantes comparados con ellos, los que sobrevivieron a ese cataclismo cósmico que dio principio a una nueva historia.

Los sobrevivientes crecieron, dejaron de arrastrarse por la tierra, y aunque en un principio mantenían sus cuatro extremidades sobre la tierra, repentinamente las superiores se alargaron, desarrollaron dedos y eso les permitió trepar a los árboles. Desde ahí, el mundo –aquel mundo– podía ser visto desde otra perspectiva. Y esa visión, a la par que sus cerebros, creció tanto que dejó sólo de albergar destellos y comenzó a engendrar ideas que se originaban, primordialmente, en el temor.

El relámpago y el trueno fueron incomprensibles al principio. La lluvia una inexplicable bendición. El fuego, un remedo del sol que iluminaba la noche y ejercía fascinación al tiempo que, inexplicablemente, provocaba dolor y muerte.

Un día decidieron, sin decidirlo plenamente, que abandonarían la seguridad de la copa de los árboles y volverían a la tierra. Y para hacerlo y enseñorearla tuvieron que erguirse… esta vez para siempre.

Dejaron de usar sus cuatro extremidades para andar, desarrollaron herramientas que luego se volvieron armas. Con algo más que sus manos y sus dientes aprendieron a matar a otros seres para sobrevivir. Dejaron de temer al fuego, se le aproximaron, y una noche fría –seguramente fue una noche– aprendieron a crearlo y domesticarlo.

Y acaso fue un accidente, sin duda, o quizá algo, seguramente, premeditado. Pero un día un trozo de carne cruda de una presa cayo inadvertidamente en el fuego, o bien alguno de ellos con un propósito incierto lo colocó en las llamas. El aroma que despedía mientras se quemaba despertó en uno de ellos algo más que un instinto primitivo y, sorpresivamente, decidió comerlo.

Una sonrisa, o eso que podríamos imaginar hoy como una sonrisa pero que en ese momento no tenía nombre y acaso sólo fue un visaje extraño para el resto de la tribu, se perfiló en su rostro.

Aprendieron eso, y mucho más. Y en la medida en que se desarrollaba su inteligencia, aprendieron también que bajo ciertas circunstancias tendrían que protegerse, agruparse y matarse unos a otros con tal de sobrevivir.

Y para ello extrajeron piedras y metales de la tierra, los tallaron, los labraron, les dotaron de filo y también de belleza. Y construyeron templos, palacios, torres, ciudades. Se adornaron a sí mismos con joyas, se declararon la guerra, se estrecharon las manos, se fundieron en orgías inmemorables y un día, miles de años después, llegaron a la Luna, crearon artefactos que llamaron computadoras y dispositivos con los que podían comunicarse, en un instante, al otro lado del planeta.

No sólo eso: aprendieron a curarse, a alimentarse de formas más sofisticadas, a matarse con más celeridad y a infringirse dolor con propósitos aviesos y terribles. Encerraron a otras especies en recintos cerrados a los que llamaron zoológicos, se despreciaron a sí mismos por su distinto color de piel, por los orígenes y tradiciones de esa mentira que llamaron religión, y se construyeron casas que por su altura ambicionaban el universo.

Bien y mal, ambas cosas, trascendieron el atrevimiento del celacanto que salió del mar para insospechadamente respirar oxígeno y probar que sus aletas se habían convertido en patas.

Bien y mal, ambas cosas. Hasta que un iluminado, uno de ellos, decidió inventar los KPI’s.

Llegado a este punto debo disculparme, la narrativa cambiará sustancialmente.

KPI es el acrónimo de Key Performance Indicators (indicadores claves de desempeño), una expresión utilizada en la “cultura” del Marketing para referirse al rendimiento y las metas de una empresa y sus empleados.

Pese a que existen mercadólogos que opinan lo contrario, los KPIs no sirven para medir la moralidad de los empleados de una compañía, no determinan la lealtad de los mismos, sus principios y mucho menos su honestidad. Lo que sí determinan, y han determinado siempre, es el volumen de ventas de las empresas, su rango de expansión en una región determinada y, en tiempos recientes, el número de visitantes que reciben los sitios online de aquellas, así como los “likes” y “retweets” recibidos en sus redes sociales.

La evolución de la humanidad hoy en día está determinada por esta fórmula: +Views +Visitors +Likes +Retweets = Progress – Success – History.

En el principio fue sólo un destello, algo que ni siquiera podía ser llamado idea. Pero ese fue el principio.

El final es una estrofa de una vieja canción de Luis Eduardo Aute:

Míralos, como reptiles,
al acecho de la presa,
negociando en cada mesa
maquillajes de ocasión;
siguen todos los raíles
que conduzcan a la cumbre,
locos porque nos deslumbre
su parásita ambición.
Antes iban de profetas
y ahora el éxito es su meta;
mercaderes, traficantes,
mas que nausea dan tristeza,
no rozaron ni un instante
la belleza…