Por ANDRÉS TAPIA
Dicen que en política no hay coincidencias. Por lo menos los políticos no creen en su existencia. Han escuchado de ellas, sí, pero nunca han visto una. Y si se diese el caso que ocurriese una y la viesen, no la reconocerían. Básicamente porque se rigen bajo el principio de que en política las coincidencias no existen.
Luego entonces, el estreno en Netflix de la primera temporada de la serie de televisión Narcos México, dos semanas antes de la asunción de Andrés Manuel López Obrador como presidente de México, no es una coincidencia… aunque así lo parezca.
Un plano secuencia que entremezcla imágenes de Ronald Reagan, Edwin Meese III, la Catedral de Guadalajara, el Teatro Degollado y el Monumento a los Niños Héroes con tomas de un secuestro, da pie a una voz en off que, sin la pretenciosa grandilocuencia de los políticos y periodistas mexicanos que cada seis años aseguran que “México vivió una jornada electoral ejemplar”, arroja un fósforo a un bidón repleto de gasolina con un desenfado pasmoso:
“Voy a contarles una historia, pero seré honesto: no tiene un final feliz. De hecho, parece no terminar nunca. Se trata de cómo ciertas instituciones en las cuales uno debería confiar se pusieron de acuerdo para iniciar una guerra. No me refiero a esa clase de guerra en la que hay tanques, aviones, desfiles y toda esa mierda… hablo de una guerra contra las drogas. Una guerra que es fácil olvidar que está sucediendo hasta que uno cae en la cuenta de que en los últimos 30 años en México han sido asesinadas medio millón de personas. Y la cuenta sigue.
“Hoy mucha gente no quiere escuchar esta historia, pretenden fingir que nunca ocurrió, pero… ¡váyanse a la mierda!… ocurrió. He dicho ya que no sé cómo termina esta guerra, ni siquiera puedo decir si terminará, pero puedo contarles cómo fue que comenzó o, por lo menos, cuándo nos dimos cuenta que éramos parte de ella. Hay ocasiones en las que necesitas que alguien te despierte y te diga que hay un tiroteo allá afuera. En esta historia, el nombre de ese alguien es Kiki Camarena”.
Enrique “Kiki” Camarena fue un agente de la Drug Enforcement Administration (DEA) que infiltró al Cártel de Guadalajara, el único que existía en México, en la década de 1980. De origen mexicano y nacionalidad estadounidense, Camarena fue descubierto, secuestrado, torturado y asesinado en 1985. Su muerte dio origen a la guerra a la que alude el narrador que tiene la decencia de decir que no sabe cómo terminará.
Narcos México es una historia de televisión, pero su materia prima es la realidad, una realidad que la mayoría de los mexicanos ha pretendido fingir que nunca ocurrió. ¡Váyanse a la mierda! ¡Ocurrió!
Y ocurrió en los tiempos en los que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) detentaba lo que Mario Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta” (Octavio Paz, ¡sacúdete en tu cripta!); en los tiempos en los que un ranchero ignorante y vulgar consumó la transición democrática de México; en los tiempos en los que la alternancia política continuó con la soberbia de un émulo muy menor de Napoleón (si tal cosa es posible) que decidió declararle la guerra a los cárteles del narcotráfico, y en los tiempos en los que un presidente guapo surgido de los laboratorios de la mercadotecnia y la imagen exhibió al mundo la incapacidad sólo propia de los imbéciles que, por alguna razón que desconocemos, se han tropezado con la fortuna.
Ocurrió es una declinación verbal que atañe al pasado, un concepto que sólo es posible conjugar en presente, el único tiempo en el que también el futuro es susceptible de ser conjugado.
Seré honesto: el futuro, ese futuro que iniciará el próximo sábado 1 de diciembre, no tiene un final feliz. No lo tiene porque Andrés Manuel López Obrador es un político forjado, como cualquier otro político mexicano, al amparo de los excesos de un sistema que privilegia la soberbia y el poder sobre el pragmatismo y el bienestar común. Pero, sobre todo, es un hombre nacido en un país cuya idiosincrasia no reconoce la lealtad, la decencia, las formas elementales de respeto al otro y se fundamenta en la desconfianza, en la envidia, en la falta de autoestima que conduce a la traición, a la mentira, a la corrupción, simientes fundamentales, valga la tautología, del inicio de esa guerra que describe la primera temporada de Narcos México.
En mundo ideal se diría que a López Obrador le asiste una suerte de justicia poética, pero el mundo en que vivimos no es ideal y México ni siquiera califica como país de pesadilla. Es algo menos que eso. Es mucho peor que lo peor de eso. Pero nadie quiere enterarse de ello.
Cancelar la construcción de un aeropuerto por su aversión al pasado, a sus enemigos, a los enemigos de sus aliados, es una perfecta idea de la sinrazón que le asiste en virtud a su rencor –auténtico, qué duda cabe–, pero también asiste, pertrecha y apuntala la idea de la humillación jamás superada por los habitantes de un país que en el fondo y en la superficie, aún se lamentan por el hecho histórico de haber sido descubiertos y conquistados por el Imperio Español.
La idea de Andrés Manuel López Obrador de la reconstrucción de México pasa primero por la revancha, y sólo después por la reconciliación. Pero, si en su fuero interno no fuese de esta manera, está infectada por el ánimo endémico y revanchista de la sociedad mexicana, a la cual, nos guste o no, pertenecen los narcotraficantes, esos criminales que operando al margen de la ley y el estado de derecho, por lo menos pagan en efectivo e ipso facto sus deudas, algo de lo que no pueden presumir el estado, los empresarios y los ciudadanos, cuyas exigencias siempre son inmediatas, pero el pago de las mismas siempre está sujeto a procrastinación.
“Cuando los dioses quieren castigarnos, responden a nuestras plegarias”, escribió alguna vez Oscar Wilde. Tengo la sospecha de que Andrés Manuel López Obrador jamás ha escuchado esta cita. Por ello mismo, antes de ser presidente ya ha avanzado ese peón que amenaza coronar y se llama Guardia Nacional, esa Dama con la que pretende hacerle frente al Cártel de Jalisco Nueva Generación, la organización criminal con la que habrá de lidiar durante su gobierno.
“Voy a contarles una historia, pero seré honesto: no tiene un final feliz. De hecho, parece no terminar nunca”, dice una voz en off en el primer capítulo de la serie Narcos México.
Puede ser tricolor, puede ser azul, puede ser amarilla o, como hoy, iluminada en rojo. Pero la historia de México no tiene un final feliz.
Lamento decirlo: en política no hay coincidencias.