Por ANDRÉS TAPIA
En el principio fue sólo un destello, algo que ni siquiera podía ser llamado idea, pero nada más. Fue, quizá, la temeridad del celacanto al asomar la cabeza fuera del mar tan sólo para mirar el sol sin ese espejo de agua en el que, desde que podía recordar, y en realidad no recordaba nada, siempre había vivido.
Fue eso o acaso sólo curiosidad–otra forma, una muy arcaica, de llamar al instinto–por transgredir el territorio en el que se habita y aventurarse en uno nuevo en el que, sin darse cuenta, sus aletas ya no ejercerían la función de desplazar el agua para impulsar su cuerpo, sino de afirmarse como el habitante de un ecosistema distinto, sin la consciencia, claro está, de tal pensamiento.
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