El Mundo después de Marie Kondo

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: NETFLIX

Los Millennials apenas tienen idea de que alguna vez el Mundo estuvo dividido. Que la mitad de la Tierra era propiedad de la libre empresa y sus beneficios económicos –en teoría disponibles para cualquiera, pero en la práctica no asequibles para todos–, mientras que la otra parte había hipotecado su libertad en aras de un bienestar común que, a la menor provocación, aprisionaba los egos individual y colectivo en las mazmorras de un concepto conocido como GULAG que tuvo su origen en los confines de un país mitológico llamado Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Ese Mundo era una mierda, pero tenía algo de romántico y de trágico, tal y cual hubiese sido concebido por la pluma de Shakespeare: estaba formado por héroes y villanos y los habitantes de la Tierra disponían de la libertad de situarse en uno u otro bando, en la consciencia o inconsciencia de que podían estar jugando en el lado equivocado.

Ese Mundo fue el resultado de una guerra que terminó con la vida de una cifra estimada entre 70 y 85 millones de personas, y hubo de ser reconstruido a partir de la maniquea, absurda e irreal premisa de las religiones monoteístas, de que pese a todo estaba regido por un dios bueno y misericordioso.

Una noche de agosto de 1961, con precisión la que tuvo lugar entre los días 12 y 13, en la cartografía de Berlín, la ciudad que albergó la infamia del Tercer Reich, una cicatriz ignominiosa desfiguró los ya muy desfigurados rostros de Europa y de la Tierra, y dividió a una y a otra en dos, como si alguna vez una y otra hubiesen sido parte de un todo.

Inició entonces una loca carrera por controlar no sólo el Mundo, sino lo que estaba más allá de él. Perros, chimpancés y seres humanos –en ese orden– fueron enviados al espacio exterior con el propósito no de indagar los misterios del Universo, sino de colonizarlo.

En el principio los soviéticos consiguieron poner a un hombre en la estratósfera que contempló por primera vez el contorno redondo, esférico y perfecto de la Tierra. En respuesta, con los modos diplomáticos de la venganza, una década más tarde los estadounidenses hicieron decir a Neil Armstrong cuando éste pisó la superficie de la Luna: “Un pequeño paso para el hombre, pero un salto gigantesco para la humanidad”.

En lo tecnológico aquella fue una época gloriosa. Pero en lo social, lo político y lo cultural las cosas estaban tan descompuestas como el estómago de un adolescente la mañana siguiente a su primera borrachera.

Con la anuencia y renuencia de los poderes mundiales fácticos, dos tribus primitivas y rupestres de beduinos salvajes intensificaron su disputa por un pedazo de desierto en el que –clamaban y siguen clamando– habían nacido y regido los dioses que les habían elegido nómadas y sedentarios plenipotenciarios y universales. Como si dios, cualquier dios, fuese una idea aceptable en un mundo como éste.

No es ocioso ni gratuito pensar que fue en las décadas de 1960 y 1970 que el uso y abuso de las drogas convirtió a esta práctica en una industria que eventualmente modificaría –social, cultural y políticamente– el rumbo de un Mundo dividido en dos. Si no podemos soñar de forma natural, entonces soñemos artificialmente.

Surgió la música disco como un distractor poderoso de lo que estaba ocurriendo: “Baila, baila, baila y olvídate de la mierda del Mundo en que vives”. Los anticuerpos de la sociedad generaron al movimiento punk para contrarrestar esa idea falsa de la felicidad. Un idiota mató a John Lennon, un pederasta como Michael Jackson se convirtió en un ídolo y la Cortina de Hierro, simbolizada por el Muro de Berlín, de pronto comenzó a agrietarse.

Inadvertidamente, como un meteorito procedente del Big Bang que ha viajado 13,800 millones de años, el 9 de octubre de 1984, una niña que sería educada bajo los preceptos de la religión cristiana, habría de nacer en la ciudad de Tokio. Su nombre en ese momento no diría nada a nadie, ni siquiera a sus padres. Pero 34 años más tarde Marie Kondo habría de protagonizar una revolución cultural bastante insípida, pero que, de haber ocurrido en los tiempos de la Guerra Fría, acaso habría cambiado el destino incierto del Mundo.

Nacida en Japón, heredera en consecuencia de los bombardeos infames de Hiroshima y Nagasaki, Marie Kondo viajó en su imaginación al caos reinante y humeante de esas dos ciudades, en los días posteriores a la infamia más grande que ha conocido el Mundo. Ruinas, cadáveres y cenizas: el epílogo macabro de la Segunda Guerra Mundial.

La premisa, el mantra, del método conocido hoy como KonMarie, es éste: “Reúne todas tus pertenencias, categorízalas, y quédate sólo con aquellas que te incendien felicidad”.

Es tan reduccionista, tan nimio, tan artificial, que parece una superchería. Y además de todo ella  –con sus blusas simples de colores claros, sus faldas en tonos oscuros y su actitud místico-religiosa que la hace arrodillarse en cada casa que visita– parece una invención de la mercadotecnia.

Y quizá lo sea. Pero no del todo.

“Amo el caos”, dice Marie Kondo cada vez que puede. Y si entendemos y podemos entender, ella quiere decir que el caos representa una oportunidad de ordenar su vida, la vida de otros, el Mundo, acaso el Universo.

Cuando se apersona en los hogares de aquellos que la contratan, Marie Kondo solicita permiso a sus dueños para saludar la casa. Entonces se postra de rodillas en un sitio que le parece exacto, coloca las palmas de sus manos en el suelo y cierra los ojos.

El lugar que suele elegir es un punto en el que las cosas “palpitan, revolotean, laten” con una fuerza inusitada, improbable y absurda. El sitio en el que (Enrique Bunbury dixit) es posible conseguir la chispa adecuada.

Marie Kondo es una bruja. Y por ello mismo deberíamos desconfiar de ella.

Pero el Mundo en el que vivimos es tan caótico y sigue estando tan dividido, que estoy dispuesto a concederle el beneficio de la duda.