Por ANDRÉS TAPIA
En la habitación de su hijo mayor –Héctor, como él–, había dispuesto su biblioteca en un par de libreros enormes hechos de pino blanco. Jamás me di a la tarea de contarlos pero, calculé, ahí existía, diezmada como en una fábula, al menos un tercio de una legión romana: alrededor de 1,500 volúmenes.
Una mañana de mediados de la década de 1990 amanecí ahí. La anterior había sido una noche de borrachera juvenil e Iván, su hijo, el tercero en la línea sucesoria y mi gran amigo de la Universidad, me ofreció posada en su casa.
Desperté, pese a la resaca, y todos aún dormían. Sin nada qué hacer, hurgué entre todos aquellos libros y hallé una edición de bolsillo de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, publicada bajo el auspicio del Fondo de Cultura Económica de México el año de 1968.
Era la cuarta edición de esa obra y su portada exhibía una ilustración en fondo amarillo, con una imagen en blanco y negro resaltada en primer plano, que parecía la improbable colaboración de Pablo Picasso y Jackson Pollock.
En mi imaginación quiero hoy recordar que le pregunté: “¿Puede prestarme este libro? Se lo devuelvo pronto”.
En la realidad no fue así.
Aquella mañana de absoluto e improbable silencio en un barrio del sur de la Ciudad de México, comencé a leerlo y, tras dos o tres capítulos, le dije a Iván: “Voy a leer éste, te lo devuelvo pronto”.
Iván ignoraba que mi fotografía y mi nombre formaban parte de la lista de los diez ladrones de libros más buscados de todos los tiempos. Y sin chistar, o protestando levemente, permitió que me llevara aquel libro que pertenecía a la biblioteca de su padre.
Lo leí de un tirón. De golpe. Sin pudor ni culpa, como se beben el tequila en México y el bourbon en Estados Unidos. La borrachera fue egregia. La resaca, inexistente.
Con el cinismo sólo propio de quienes hemos nacido en ese país al que delimitan por el norte el Río Bravo y por el sur el Río Suchiate, decidí, en silencio, que no devolvería jamás ese libro que había alterado mi vida.
Tú, en un acto de egoísmo extremo, acaso el más vil y al mismo tiempo el más inocente, atesorarás esta historia como la historia de tu vida. Y será así porque habrás hallado en ella el sentido que buscabas gracias a ésta, la más ruin de tus fechorías.
Las consecuencias de mi crimen fueron improbables. A contracorriente de la lógica –aunque en México la lógica es absurda y en consecuencia no tiene sentido– con el tiempo la familia de mi amigo Iván me acogió como un miembro más: pasé a ser hijo, hermano, sobrino, primo, tío, cuñado, una idea encarnada en una familia disfuncional y accidentada, como cualquier familia, siempre dispuesta a acoger a los extraños bajo la premisa de convertirlos, eventualmente, en amigos.
Pasó el tiempo. Nadie recordó ni extrañó aquel libro perdido de la biblioteca de Héctor Rivera Espinosa de los Monteros. ¿Quién querría pensar en La muerte de Artemio Cruz cuando, por todo propósito, lo que se cernía delante de todos era la vida?
Bohemio impredecible, como todos los bohemios, una semana antes de que Iván contrajera matrimonio con su esposa Rocío Díaz, Héctor Rivera, entre vasos llenos de ron y coca cola, contó una historia fascinante.
Un día de borrachera, con un compadre suyo que vivía en la ciudad de Aguascalientes, entró a un restaurante que disponía de un patio interior. El dueño del lugar tenía una jaula llena de aves exóticas. Los tragos se sucedieron unos a otros hasta que la embriaguez alcanzó dimensiones épicas. Repentinamente, Héctor Rivera se dirigió a su interlocutor y le dijo: “¡Compadre, esto no es justo! ¡Vamos a liberar a estos cabrones!”.
Uno de ellos se dirigió a la jaula y la abrió. El otro, mientras tanto, contuvo al dueño que, furioso, intentaba detener aquella tropelía. Las aves salieron volando. Igual que Héctor Rivera y su compadre.
Se fugó aquella vez. Y en realidad se fugó en muchas ocasiones. Lo suyo era el espectáculo de un prestidigitador que seducía a una audiencia y a la que, al final, hacía saber que la había engañado por completo.
Pasó el tiempo.
Se hizo pequeño y frágil, improbablemente.
La diabetes y sus excesos le pasaron factura.
Hace cosa de un mes le vi beber ron, como siempre, e incluso me pidió un par de cigarrillos. Pregunté a su hija Iliana si debía dárselos. Ella dijo que sí.
Incapaces ya sus músculos, me pidió ayuda para incorporarlo en su silla. Lo levanté y besé su cabeza. Y espero besarla una vez más.
Pero ya sólo faltan días, acaso horas, tal vez minutos…
Héctor: hace años le robé este libro, hoy vengo a devolvérselo. Y lo hago para que recuerde lo que leí ahí, y leyó usted, y fue la historia de su vida y será la de todos…
Tú serás el niño que sale a la tierra, que encuentra la tierra, que sale de su origen, encuentra su destino, hoy la que la muerte iguala origen y destino y clava entre los dos, a pesar de todo, el filo de la libertad…