Por ANDRÉS TAPIA
Es un tiempo tan antiguo que ya no se recuerda. Pero si los historiadores modernos supieran sumar y restar, caerían en la cuenta que no ocurrió hace mucho tiempo. Son 20 años, apenas dos décadas, pero por la manera en que se han sucedido los eventos parecen haber transcurrido dos siglos, es decir, 200 años.
Entonces, si querías comunicar algo –y ese algo al ser expuesto a la opinión pública tenía el potencial de incidir en la vida de una comunidad, una sociedad, un país o el Mundo–, llamabas a los medios de comunicación, o te imponías sobre ellos, y haciendo uso de las facultades omnímodas y plenipotenciarias de un Estado, emitías un mensaje en televisión interrumpiendo la programación habitual de todas las cadenas.
Marshall McLuhan puro y sin adjetivos: el medio es el mensaje.
Los tiempos cambiaron, sin embargo. Y aunque la fórmula sigue siendo efectiva y relevante, hoy el acto de comunicar una idea ya no depende de los medios que el Estado controla, puede censurar o, simple y llanamente, interrumpir, en tanto las redes sociales, al igual que ocurrió con la Revolución Industrial, han simplificado sus procesos y sustituido la mano de obra detrás de la infraestructura que alguna vez sostuvo a las Ciencias de la Comunicación.
En la medida en que Donald Trump encontró en Twitter una forma de comunicarse que no implica la presencia de terceros, The New York Times, ABC, The Washington Post, NBC, CNN, L.A. Times y todos los medios de comunicación que según sus palabras hoy producen noticias falsas, se han convertido en outsiders, en vendedores de aspiradoras que llaman a las puertas de compradores susceptibles con tal de venderles la idea de que, pese a todo y a lo inmenso de la oferta actual, sus productos son la quintaesencia de la verdad.
Y lo son. Es sólo que ya nadie cree en ello.
Es mucho más sencillo leer diatribas “ingeniosas” de 280 caracteres, que hoy pueden aspirar a ser tan inmensas como La guerra y la paz a partir de la modalidad llamada threads (¿qué no era la idea de Twitter simplificarlo todo y conseguir un orgasmo “satisfactorio” en menos de 60 segundos?), que aventurarse a profundidad en el conocimiento accidentado, doloroso y enrevesado de las situaciones más simples o complejas.
En tales circunstancias el periodismo ha devenido en una suerte de Frankenstein que más que estar compuesto de diferentes partes de diversos cuerpos, ha ido perdiendo una a una sus extremidades. Un meme, una foto alterada, un chiste –con gracia o sin ella–, se han convertido en la narrativa de un tiempo que si bien tecnológicamente luce insuperable, en el fondo y en las formas ha devuelto a la especie humana a los tiempos de los cavernas.
En armonía con los tiempos que discurren, y con el objetivo de la supervivencia, los medios de comunicación apuestan a un video que exhibe una pelea de borrachos en un bar, cuando no a una masacre grabada ex profeso por el crimen organizado para que sea difundida con los modos de la propaganda, con tal de conseguir los likes y los retweets que les garanticen una semana más de vida.
Hace algunos años, un periodista mexicano describió a Twitter como un callejón pútrido, maloliente y peligroso, en el que se hacía necesario llevar una navaja para defenderse. Lo curioso es que, cuando lo hizo, Twitter era más una sucursal de Disneyworld que ese escenario lúgubre que describió.
Tempi cambi.
Hubo un tiempo en el que si querías comunicar algo importante, convocabas a una conferencia de prensa o emitías un mensaje en televisión e interrumpías la programación habitual de todas las cadenas. Si al hacerlo te equivocabas, tenías la opción de culpar a alguien: al camarógrafo, al redactor, al medio de comunicación que no entendió lo que dijiste o, incluso, a Dios.
Hoy ya no es así: coges tu teléfono, abres la aplicación de Twitter y escribes lo que quieres, sin intermediarios. Luego oprimes “publicar”.
Parece increíble. No lo es.
Tus ideas idiotas, sin filtro ni censura, pueden hacer colapsar al Mundo.