Por ANDRÉS TAPIA
A contracorriente de lo que alguna vez pensó, Stephen Hawking imaginó que aquello que ingresara a un agujero negro –y por aquello debemos entender luz, partículas, gases, materia, en resumen, información– eventualmente podría salir de ahí: bien expulsado hacia el sitio del cual provenía pero en un estado distinto y no muy útil, o si el agujero era lo suficientemente largo, hacia otro universo. Y lo simplificó de la siguiente manera: “Es como quemar una enciclopedia. La información no se pierde si se conservan el humo y las cenizas, pero es difícil de leer”.
La noticia de la primera fotografía de un agujero negro, una anomalía cósmica en el Universo, hizo palidecer el día de ayer a las noticias prominentes por su importancia política o social en los distintos países del mundo, pero no fue suficiente para eclipsarlas por completo: el pacto entre la Unión Europea y el Reino Unido para retrasar el Brexit; la reelección de ese sátrapa israelí llamado Benjamín Netanyahu; la sutil y por ello mismo tiránica sugerencia de Andrés Manuel López Obrador al diario Reforma de México para que revele una de sus fuentes; el veto de Facebook e Instagram a varios miembros de la ultraderecha de Canadá, y la prohibición en Nueva Zelanda para vender armas semiautomáticas, entre otros eventos, relegaron a un segundo plano una hazaña científica que de manera incomprensible carece de trascendencia a la luz de los afanes que rigen al mundo en los últimos tiempos.
Las redes sociales, sin embargo, heroínas de su tiempo y bienhechoras del inconsciente –nunca mejor dicho– de la humanidad en la era de Internet, se dieron a la tarea de reivindicar a su manera, a su muy retorcida manera, el hallazgo del agujero negro situado en la galaxia Messier 87, a 55 millones años-luz de la Tierra.
En un fondo negro, el lienzo del vacío inobjetable e inimaginable del Universo, un círculo de luz asimétrico, brillante en la parte inferior y difuso en la superior, daba cuenta de ese accidente que los físicos teóricos se han puesto de acuerdo en definir como los restos de la muerte de una estrella.
Dos años atrás, ocho observatorios astronómicos en la Tierra sumaron esfuerzos para que sus lentes convergieran en los bordes de ese misterio interestelar que, con los modos de una pesadilla, parece tragarse todo. Incluso la esperanza.
“Desde fuera”, dijo Hawking en otro tiempo, “no se puede decir qué hay dentro de un agujero negro. Puedes arrojar pantallas de televisión, anillos de diamantes, incluso a tus peores enemigos. Y todo lo que recordará el agujero negro es la masa total y el estado de rotación”.
Jessica Dempsey, participante del descubrimiento y subdirectora del Observatorio Asiático Oriental situado en Hawai, lo único que pudo recordar, o relacionar, al contemplar la fotografía histórica, fue la imagen del ojo de Saurón, enmarcada entre dos torres, el villano canónico en la trilogía cinematográfica de El Señor de los anillos.
Ingenua, como en fondo y forma deben ser los científicos, acaso dijo lo anterior con la intención de hacer más asequible un concepto muy complejo a los ojos y pensamientos de los habitantes de la Tierra, la mayoría de los cuales suelen contemplar desde hace tiempo, con la fascinación de quien contempla las estrellas, un dispositivo rectangular en el cual parecen converger todos los misterios del Universo.
Infortunada e inadvertidamente, Jessica Dempsey se equivocó. Su terrenalización de un evento cósmico derivó en la trivialización de un milagro: ávida de ideas originales y complejas, pese a sus evidentes taras para procesarlas, la secta de los acólitos de la estupidez encontró en su comparación un cebo con el cual alimentar su incapacidad de asombro y los desvaríos de su narcisismo. El ojo de Saurón, una imagen literaria y cinematográfica, suplantó en redes sociales, especialmente en Twitter –ese callejón maloliente, putrefacto y rencoroso–, la idea inabarcable, demencial y fascinante del origen o el fin de la vida.
En otro tiempo, uno no tan lejano como el origen del Universo, Stephen Hawking apostó con su amigo, el también físico teórico John Preskill, una enciclopedia. La apuesta de Hawking era que ningún tipo de información cifrada en la materia podría existir tras haber sido tragada por un agujero negro. Pero luego cambió de opinión: lo que cayera en ese abismo podría ser regurgitado o aparecer en otra línea del espacio-tiempo. Sin comprobarlo, a ciencia cierta, Hawking reconoció el yerro de su teorema y entregó a Preskill una enciclopedia.
Soberbio, empero, declaró: “Quizá sólo tendría que haberle entregado las cenizas”.
La fotografía del agujero negro que hoy aparece en todos los diarios del Mundo, es la primera imagen que se tiene de un mito y una certeza incomprensibles: lo que haya dentro, lo que se pierda, lo que se transforme o viaje a otro Universo, no lo conoceremos con exactitud por más que nuestra imaginación se acerque a ese misterio.
No obstante, Stephen Hawking se aproximó a ello con una inteligencia de la que no somos, hemos sido y seremos capaces: “Es como quemar una enciclopedia. La información (en un agujero negro) no se pierde si se conservan el humo y las cenizas, pero es difícil de leer”.
Mañana tendremos dos opciones: mirar nuestro smartphone y contemplar el micro-agujero negro que se percibe desde ahí, o levantar la mirada y contemplar la porción de Universo que por fortuna, accidente o milagro nos sea dada atisbar.
Atrapado en una silla de ruedas por una enfermedad degenerativa que no fue capaz, sin embargo, de limitar su pensamiento, Stephen Hawking dio al Mundo una lección de vida que hoy se resume en una foto banalizada por las ocurrencias de los idiotas:
“(…) los agujeros negros no son tan negros como nos han sido descritos. No son prisiones eternas como alguna vez se pensó. Las cosas pueden salir de ahí, hacia afuera, y también hacia otro Universo. De modo que, si sientes que estás en un agujero negro, no te rindas: hay una salida”.