Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: JOEL HAWKINS
Cuando era niño vi una serie de dibujos animados en la que se contaba la historia de Pipo, un perro que perseguía autos. Podían ser grandes o pequeños, de colores sobrios o estridentes, nuevos y flamantes, antiguos y decadentes, de motor o de pedales… Nada de eso, al final, importaba: él los perseguía a todos.
Un día, por un descuido de su dueño, Pipo se extravió en un aeropuerto. Y descubrió los aviones. Eran más grandes que los autos que solía perseguir y mucho más veloces. Sin embargo, lo que hacía únicas a aquellas máquinas era que, en determinado momento, alzaban el vuelo y desaparecían en el horizonte. Pipo encontró aquello fascinante.
Permaneció durante horas, tan quieto como si aguardase por la llegada de su amo, observando el despegue y el aterrizaje de los aviones. Tan reflexivamente como le puede ser dado a un perro, decidió que no había gracia alguna en perseguir a las bestias que tocaban tierra y se detenían; lo que verdaderamente implicaba un reto era hacerlo con aquellas cuyo destino era el cielo.
Con ánimo resuelto, Pipo se encaminó hacia el sitio en el que los aviones se detenían por un momento antes de emprender la más loca de las carreras que él hubiese contemplado jamás. Cuando las turbinas empezaron a rotar y el escuchó lo que le pareció el rumor cercano de una jauría, supo que el momento había llegado.
El avión inició su marcha y Pipo fue tras él. Su trote era alegre y desafiante, casi el mismo que exhiben los perros de raza cuando desfilan en una feria de exhibición. El avión tomó fuerza y paulatinamente empezó a separarse de Pipo, quien para ese momento ya corría como nunca lo había hecho en su vida.
Lo que vino a continuación fue algo que tan sólo hubiese podido ocurrir en una serie de dibujos animados o en la mente de los más soñadores. Acaso azuzado por el recuerdo de la primera vez que contempló un auto y corrió detrás de él, Pipo aceleró su carrera, llegó al tren de aterrizaje y se prendió de él.
Nunca olvidé la historia de Pipo, pero hasta hace algunos años no podía recordarla. Lo hice cuando vi la película The Dark Knight (Christopher Nolan, 2008) en una de cuyas líneas el Joker, el villano de la historia, se define a sí mismo de la siguiente manera: “¿Sabes lo que soy? Soy un perro que persigue autos: no sabría qué hacer si atrapase uno”.
Al menos para mí, la historia de Pipo no es sólo una historia anecdótica y, de algún modo idealista, feliz. Es una metáfora de la vida y las ambiciones de los seres humanos. Empeñados en la consecución de aquello que nos fue fijado en la mente como una meta, un logro o un sueño, escalamos nuestros deseos hasta ambicionar lo imposible. Y en ese tránsito es probable que perdamos de vista el verdadero sentido de las cosas.
Me imagino perro, me imagino siendo Pipo, y me pregunto qué haría si de pronto aquellos autos que perseguía se hubiesen detenido y de ellos descendido sus conductores para tirarme una patada o acariciarme los morros. Concluyo, como lo hizo Heath Ledger en The Dark Knight, que no sabría bien a bien qué hacer.
Es sólo que, a despecho de lo anterior, hay ocasiones en la vida en que nuestras rutinas, la cotidianeidad, las calles por las que caminamos, la gente a la que conocemos y estrechamos la mano, los hábitos aprendidos y también los olvidados, por no mencionar las normas que en tanto sociedad nos rigen, se convierten en una muralla que limita nuestra existencia y nos hace presos de ideas y costumbres que poco a poco desgastan nuestra imaginación y debilitan nuestro espíritu.
Los lobos aúllan para encontrar a los miembros de su manada. Los seres humanos buscamos en seres similares a nosotros las afinidades que nos devuelvan aquel primitivo pero vital ser tribal y comunitario. No obstante, al igual que los lobos, no siempre nos es posible encontrarlos.
Aburrido, acaso tanto como Pipo, de perseguir autos sin saber por qué ni para qué lo hacía, una noche de hace algunos años me extravié en una idea que en mi retorcida imaginación se parecía mucho a un aeropuerto.
Como Pipo, me deslumbró la imagen de aquellos aparatos gigantescos que avanzaban lentamente, se detenían un momento y de súbito se precipitaban en la carrera más vertiginosa que he visto jamás antes de alzar el vuelo y perderse en el horizonte.
He sido un perro que perseguía autos y que de haber atrapado uno no habría sabido qué hacer con él. Pero ya no.
Ahora mismo estoy persiguiendo un avión.
Y tengo muy claro que haré con él si consigo atraparlo.