Por ANDRÉS TAPIA
En la obra de teatro Esperando a Godot, de Samuel Beckett, dos vagabundos, Vladimir y Estragon, aguardan a la sombra de un árbol por alguien a quien llaman Godot, con quien presumiblemente tienen una cita, pero esto no queda del todo claro. Mientras lo hacen, dos personajes más aparecen: Pozzo, un hombre cruel que afirma ser el dueño de la tierra en la que están postrados, y Lucky, su criado.
Tras sostener alguna interacción, Pozzo y Lucky se retiran, y Vladimir y Estragon permanecen a la espera de Godot, que jamás llega. En su lugar, aparece un chico que porta un mensaje del ausente. Llanamente les dice que Godot no ha podido presentarse, pero que “mañana seguramente lo hará”. Vladimir y Estragon, que han pasado largo tiempo a la espera de alguien que probablemente no existe, o quizá sí, deciden marcharse… pero al final no lo hacen.
Una línea de la obra, perteneciente al llamado teatro del absurdo, no sólo resume el sentido de la misma, también alude a la doctrina filosófica del existencialismo y a la dialéctica de la idea de la esperanza como un concepto fútil a la vez que esencial al punto de lo divino: “No pasa nada. Nadie viene, nadie se va. ¡Es espantoso!”
En el país en que vivo, en muchos momentos de su historia estructurado a partir de mentiras, los entusiasmos, se pensaría, tendrían que ser un bien escaso. No es así. Abundan, a niveles alarmantes, acaso porque justamente de ellos está hecho ese estado de ánimo que, sin exhibirlo de manera flagrante, dejan entrever Vladimir y Estragon mientras aguardan por Godot.
El día de ayer, un colectivo de periodistas mexicanos que fueron contratados para trabajar en el sitio online Mexico.com, denunciaron en medios de comunicación y redes sociales al dueño del mismo, un hombre joven llamado Max Trejo, por incumplir con el pago de sus salarios, amén de las prestaciones mínimas que corresponden a un empleo en México. Por si no bastara, Trejo habría incurrido en una serie de engaños y mentiras que eventualmente podrían alcanzar el status jurídico de fraude.
Las irregularidades, que comenzaron desde el momento mismo en que se formó el equipo de trabajo –pues jamás se firmaron contratos–, se hicieron más evidentes cinco meses después, cuando la empresa dejó de pagar puntualmente los salarios de los periodistas, se negó a entregarles recibos de pago y a otorgarles las prestaciones correspondientes.
A partir de ese momento las cosas empeoraron y tuvo lugar un engaño brutal: en tanto no existía registro de los empleados en el sistema estatal de la seguridad social, la empresa, a modo de compensación, les entregó un seguro médico privado… que sólo tuvo vigencia de 30 días. De esto se enteraron seis meses más tarde, cuando uno de ellos tuvo que ser hospitalizado y cayó en la cuenta de que la póliza no estaba cubierta y, en consecuencia, vigente.
El fraude perpetrado por Max Trejo, cuyo nombre real es Juan Mactzil Trejo Cervantes, se prolongó por algo más de un año, hasta que finalmente el colectivo periodístico decidió hacerle frente y denunciarlo. En una carta que no firma con su puño y letra y que apareció ayer en la cuenta de Twitter de México.com, Trejo se compromete a pagar los salarios que adeuda a los empleados en un plazo de seis días.
Ojalá así ocurra.
Hace tiempo, quizá con precisión a partir de la segunda década del Siglo XXI, la irrupción de las grandes empresas tecnológicas alteró los hábitos de una gran parte de la humanidad y, en consecuencia, el paradigma sobre el cual está circunscrita la economía del mundo. Las redes sociales, una Hidra para la cual no existe aún un Hércules, transformaron los modus vivendi y operandi de hombres y mujeres, y es muy posible que todavía no hayamos contemplado el alcance de su poder.
No hay campo, profesión, ciencia, disciplina, actividad, hobbie o sueño que no se haya visto alterado por los designios de Google, Apple, Facebook, Twitter, WhatsApp, Instagram, Amazon, Huawei, Samsung y la etcétera interminable que se desee agregar. Me ciño al que me atañe, que fue el oficio que elegí hace 31 años, y al que Gabriel García Márquez llamó alguna vez “el mejor oficio del mundo”.
Lamento hoy, profundamente, contradecir al Gabo, aunque en realidad no lo contradigo: lo actualizo. El periodismo, hace tiempo, dejó de ser lo que él pensaba. No por causa misma del oficio, que en su concepción prístina y en la más sofisticada continúa siendo una actividad magnífica. Es sólo que, la persecución del futuro, nos hizo cómplices a quienes la ejercimos de la indiferencia y el desdén que hoy permea a la mayor parte del mundo.
Ahora bien, si hablamos de México, el país en el que vivo, las cosas se tuercen un poco más.
Una empresa editorial en la que trabajé hace cinco años, Forbes México, estableció la falta de pago puntual a sus colaboradores como uno de sus hábitos; tras convocar a una reunión para denunciar esta anormalidad fui despedido. Una mujer egoísta y envidiosa a la que errónea, estúpidamente llamé amiga durante un tiempo considerable, se ufanaba de pagar miserias a los colegas del gremio en una revista en la que coincidimos (Newsweek en Español), cuando lo que en verdad pagaba eran mendrugos. Un miserable diseñador de arte que se encontró un billete de lotería debajo de su zapato, se negaba a pagar los trabajos entregados por gente joven, amparado en el argumento de que la presencia de su nombre en la revista GQ México era pago suficiente.
Paradójicamente, y más allá de la violencia laboral ejercida en contra de aquellos que pugnaban por un empleo, la condescendencia de estos últimos, sustentada en el entusiasmo de figurar, trascender, amar y ejercer “el mejor oficio del mundo”, así fuese a costa de cobrar poco o no cobrar nada, abarataron una profesión y la condujeron a la quiebra.
No hay víctimas sin victimarios. Pero tampoco hay victimarios sin víctimas. En un país hecho a partir de mentiras, los entusiasmos tendrían que ser considerados bonos basura la mayor de las veces.
Lamento lo que ocurre con los colegas de México.com, y deseo que el final de su travesía no sea tan agrio como lo fue el camino. Pero en contraposición diré que vieron y padecieron los síntomas, los sufrieron, y esa anomalía llamada entusiasmo o esperanza los hizo continuar a costa de ellos mismos y de los que vienen detrás de ellos. Y esto, a no dudarlo, aunque no les guste, también los hace responsables.
En algún momento de Esperando a Godot, Vladimir dice a Estragon: “Vámonos”. “No podemos”, le responde éste. “¿Por qué?” “Porque estamos esperando a Godot”.
No sé si en Londres, si en Nueva York, si en Reykjavík, si en Puerto Príncipe o en Auburn, Godot llega alguna vez con Vladimir y Estragon. Pero en México, el país en el que vivo, jamás, jamás se aparece.