Mañana volveré a leer el periódico

Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: SARAH SHULL

A Lourdes Contreras… ella sabe porqué

A mi madre, por devolverme a mi origen

De visita en casa de mi madre salgo al garaje a fumar un cigarrillo y ella me pregunta si he recogido el periódico. “¿Qué periódico?”, respondo. “Llega El Universal, dice, y en el tono de su voz hay una mezcla de nostalgia y marketing que percibo de inmediato. Ella quiere decirme que, en su casa, en esa casa que también fue mía, todavía se recibe el periódico por las mañanas. Y lo dice como si fuese la concierge que enumera las amenidades de un hotel, o la dueña de una propiedad que para atraer a sus huéspedes les dice que el lugar cuenta con Netflix.

Ella sabe, porque me miró muchos años hacerlo, que yo solía despertar por las mañanas, salir al garaje, recoger el periódico y leerlo. Separados por las leyes de la vida, ahora que ha vuelto a verme despertar en su casa quiere decirme que algunas cosas ahí no cambiaron. Entre ellas la costumbre feliz de recibir un periódico.

El comentario de mi madre tendría la futilidad de una gota de lluvia en medio de una tormenta. Sin embargo, con su carga melancólica, me hace retroceder en el tiempo con una violencia que se contrapone a la luminosidad de las imágenes que me devuelve.

En una de ellas, probablemente la primera en orden cronológico, descubro a mi padre leyendo una mañana la sección deportiva de El Heraldo de México. En otra, mi abuelo materno regresa a casa una mañana de domingo con el diario Excélsior en las manos y lo veo realizar un ritual que habré de contemplar cientos de veces: cortar con un cuchillo el medio pliego que contenía las tiras cómicas y que de origen no venía separado. En la última la que aparece es mi abuela materna –también es de mañana, también es domingo– y la escucho leer en voz alta una receta de cocina del suplemento “Buena Mesa” del periódico Reforma.

Pero las imágenes, mis imágenes, son inconsecuentes, tanto como lo es hoy en día la mitología nórdica: nada dicen a quien no las contempló ni las vivió. Y cada vez, cada día, es más difícil que ocurran.

Disertar desde la nostalgia en torno a aquellas costumbres, circunstancias y situaciones que se han visto alteradas por causa de los avances tecnológicos, o bien en su defecto han desaparecido, es un acto tan inútil como encender una fogata en el desierto en punto del mediodía. No obstante, a la luz de los días que vivimos, acaso pueda servir para evidenciar que las nuevas rutinas establecidas por el progreso no son mucho más sanas que las que se practicaban en el pasado.

Inmerso en la Era de Internet desde hace más de tres décadas, el Mundo ha evolucionado vertiginosamente. Pero no siempre de la mejor manera. Las noticias se distribuyen y conocen en tiempo real al punto que el umbral del asombro ha quedado reducido a una notificación en un teléfono inteligente y la ignorancia, otrora un defecto, ha devenido en una virtud que sin embargo tiene la particularidad de durar muy poco.

Unos días antes de visitar a mi madre, ella me envío vía WhatsApp una nota impresa de los archivos online que podían obtenerse de la hemeroteca del diario Reforma a principios de este siglo. Estaba fechada el 23 de septiembre de 2002 y mi nombre aparecía en la parte superior. La nota se refería al triunfo del canciller alemán Gerhard Schroeder en las elecciones de ese año gracias a su aliado político: el partido Los Verdes.

No puedo precisar cómo la obtuvo mi madre, si ella misma la imprimió o fui yo quien lo hizo y la dejó en su casa. Como haya sido, ella decidió guardar esa nota informativa firmada por su hijo que en septiembre de 2002 fue enviado a Alemania por el periódico Reforma para cubrir las elecciones federales de esa nación.

Tras escribir el párrafo anterior, realicé una búsqueda de esa nota en la hemeroteca digital de Reforma y sí, en el Multiverso de la información digital esa nota existe y cualquier persona puede consultarla si teclea la fecha señalada, mi nombre o el titular “Gana Schroeder gracias a Verdes”. Esto, por supuesto, no tiene ninguna gracia.

Un video en YouTube muestra las cuatro competencias en las que Jesse Owens ganó cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936, imagen incluida de un Adolf Hitler desencajado. Una foto datada en la década de 1970 exhibe a Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y José Donoso, antes de que el primero y el tercero diesen a fin a su amistad tras un pleito a golpes. Por si no bastara, en una grabación de fácil búsqueda en Internet se puede escuchar a Jorge Luis Borges recitar “Borges y yo”.

Para bien o para mal, para ahorrarnos espacios en las estanterías, en las librerías, en las discotecas, en los clósets y placares, en los archivos, en nuestras mentes, hemos digitalizado todo. Y todo, todo, está ahí, a la distancia de un clic en una pantalla digital, incluso la lujuria, hoy en día, el erotismo, la banalidad, los recuerdos, la perversión, la memoria que ya no tiene asidero físico.

En ese Mundo digitalizado hasta el punto de lo grotesco, mi madre tuvo a bien guardar una hoja de papel que hoy tiene 22 años de antigüedad. Una hoja de papel susceptible de ser consumida por el fuego. Y aunque hoy, aún, el fuego juega un papel importante en las guerras, las armas cibernéticas han pasado a tener un lugar preponderante.

El 19 de julio pasado, un fallo provocado por la firma de ciberseguridad Crowdstrike en los sistemas de Microsoft Windows, derivó en un caos en las operaciones de aerolíneas, servicios de salud, supermercados, medios de comunicación y bancos de todo el Mundo. Un fallo. ¿Qué habría ocasionado un ataque teledirigido exprofeso, con fuego real o virtual, a los servidores de Google, Apple, Amazon, Microsoft, YouTube, por mencionar a las tecnológicas más importantes, y a los correspondientes a los principales bancos del Mundo? La respuesta es retórica y en consecuencia explícita: nadie quiere saberlo.

Acostumbrados como estamos ya a guardar todo en los archivos de las empresas tecnológicas, mejor conocidos como nube, hemos dejado de lado la posibilidad de que un día la nube desaparezca y, con ella, literalmente nuestros recuerdos y memoria.

En cajones desvencijados, mi madre guarda un archivo con papeles de cosas que escribí en otro tiempo y yo ya no recuerdo. En mi mesilla de noche, yo tengo una foto de una mujer que amé, amo, y amaré siempre.

Soy un idiota desincorporado y anacrónico, lo sé, pero mañana volveré a leer el periódico (y no en mi teléfono).

Mañana.