Por ANDRÉS TAPIA

Edgar niño: ésta es tu oportunidad. No vas a tener otra si vos deseás llegar a tiempo, justo a tiempo. El hombre de las orejeras ya se ha girado, el carro guía se aleja, los demás se van. ¡Corré, corré y tené cuidado! Lentamente. Dejá que dé la vuelta y se detenga. Ahora, sube los pies, ahora que está quieto. Eso es, muy bien. No, no mirés, nadie está mirando ¿quién podría mirar?, ¿quién va a imaginarte a vos, Edgar niño, aquí, hoy? Trepá la plataforma, muy alta para tu cuerpo, muy pequeña para tu deseo, una plataforma apenas y en ella todo el tiempo reunido: ojos azules casi húmedos, cabello rubio asimétrico y alborotado, brazos delgados y tensos, labios de hielo, la jauría de todos los recuerdos encerrados en tu mochila, once años, el adiós que no dirás, con tus manos de niño, Edgar, que no dirás…

Entrada la noche, cuando el barullo disminuya hasta ser casi inaudible y escuche a papá decirle a mamá: “Será mejor que vayamos a la cama”, comenzaré a orar. Para entonces, los grillos, la lechuza antigua del jardín y los murciélagos rondarán mis ojos y querrán encerrarme en sus ojos y destino y quizá hasta convertirme en Luna. Pero hace noches que soy Luna, tan pálido, no tanto como vos.

Por ANDRÉS TAPIA

Iniciaban los años 80 y las cosas no parecían ir bien. El 8 de diciembre del primer año de esa década, un eróstrata llamado Mark David Chapman asesinó a John Lennon en las afueras del Edificio Dakota, en el Upper West Side de la ciudad de Nueva York.

Yo tenía casi 13 años y mis padres estaban divorciándose. La muerte de John Lennon, consecuentemente, marcó el final de mi infancia y definió el inicio de mi adolescencia. Mi mundo –y el mundo– parecía irse al carajo.

Abatido por sus errores y por la separación de mi madre, mi padre se mudó de ciudad quizá para empezar de nuevo. Es por demás curioso –al menos para mí– que la canción que permeó los afanes del mundo ese invierno se llamase “(Just Like) Starting Over” (Como si empezáramos otra vez).

Por ANDRÉS TAPIA

Cursaba los estudios universitarios en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García cuando, una noche, el entonces director de la misma, Manuel Pérez Miranda, contó a la clase una historia extraña a propósito de no puedo recordar porqué. Era algún momento de la década de 1960 –quizá finales– y los técnicos, operadores y personal especializado del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México notaron que algunos de los aviones que aterrizaban por la noche, exhibían en el fuselaje notorios orificios ocasionados por balas. “¿Qué demonios está ocurriendo?”, se preguntaron.

Por ANDRÉS TAPIA

Cuando la gente viaja suele llevar consigo sus obsesiones y sus costumbres.

Un amigo mío que vive en Berlín, cada vez que visita la Ciudad de México suele llenar su maleta de frascos de chiles y salsas picantes. Al día de hoy, no ha tenido un problema significativo en las aduanas alemanas.

Otro amigo, que consume marihuana y que suele viajar frecuentemente, suele ocultar la hierba en las tapas de desodorantes y lociones. El agudo y entrenado olfato de los perros policías, nacionales o extranjeros, ha resultado incapaz para descubrir su trampa.

Por ANDRÉS TAPIA

Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.

Marzo 17, 2014.

19:00 horas.

Una agente federal de aproximadamente 1.65 metros de estatura, me detiene tras haber superado el semáforo del control de aduanas. En México se práctica una inspección aleatoria para detectar el ingreso de mercancías susceptibles de pago de impuestos al país. Dicha inspección es muy simple: un panel electrónico exhibe un botón de color rojo que los recién llegados, nacionales o extranjeros, deben oprimir luego de haber sometido a un scanner todo el equipaje que portan consigo. Si luego de oprimir el botón la pantalla se ilumina de color verde, el viajero obtiene un salvoconducto para evitar la inspección; si en cambio es rojo, deberá someter todo su equipaje al escrutinio de los “feds”.