Por ANDRÉS TAPIA
Me detuve fuera del Palacio de Westminster, justo en la entrada del estacionamiento utilizado por los Lords y los Commons. Un policía –alto, delgado, portador de un bigote discreto– hacía guardia mientras mantenía una pose que me pareció típica y naturalmente británica: sus manos estaban entrelazadas detrás de su espalda; su mirada escudriñaba el horizonte.
Era mi primera vez en Londres, en Gran Bretaña, y excepto algunos lugares comunes no tenía idea de nada. Le pregunté:
–¿Qué tan lejos está Abbey Road de aquí?
–Muy lejos, amigo –respondió.