Por ANDRÉS TAPIA
Una leyenda contenida en el primer libro de crónicas en latín (de los dos que existen) titulado Flores Historiarum (Roger of Wendover, Siglo XVIII), refiere la historia de una mujer llamada Godgifu que, compadeciéndose de las penurias que padecían los habitantes de la ciudad de Coventry, en Warwickshire, debido a los elevados impuestos que les cobraba su marido, Leofric, conde de Mercia, le pidió a éste los redujese sustancialmente.
En tanto la insistencia de su mujer derivó en súplica, Leofric impuso una condición para acceder a sus deseos: Godgifu tendría que cabalgar por las calles de Coventry completamente desnuda, cubriéndose apenas con sus cabellos.
Ella aceptó no sin antes emitir un decreto: durante su cabalgata, los habitantes del pueblo deberían permanecer en sus casas y con las ventanas cerradas. Todos lo hicieron así, excepto un sastre que siglos más tarde aparecería en la historia y sería nombrado Peeping Tom (la voz inglesa para la palabra francesa voyeur), quien hizo un agujero en una de sus ventanas para poder contemplar desnuda a quien hoy conocemos como Lady Godiva. El destino de Peeping Tom, alternativamente y sin precisión, fue ser golpeado hasta quedar ciego o morir.
La leyenda es sólo eso, una leyenda, y si bien existen demasiadas referencias que apuntalan la existencia de Lady Godiva, el relato se halla más sostenido con los férreos alfileres del romanticismo que con datos históricos.
La leyenda de Lady Godiva cruzó esta tarde por mi cabeza. Y sí: lo hizo cabalgando y desnuda.
Siento una profunda admiración por Emma Watson, la actriz británica que protagonizó la saga de Harry Potter. Mi admiración (y fascinación) data del año 2001, cuando ella tenía 11 años y apareció en la cinta Harry Potter and the Sorcerer’s Stone, la primera de las nueve películas que se filmaron sobre la obra de J.K. Rowling.
¿Qué era aquello indefinible que poseía aquella niña que personificó a Hermione Granger y que eclipsaba su cabello peinado artificialmente al estilo crepé, sus voluminosas mejillas y las pecas que le salpicaban el rostro, amén de la egregia fealdad de su nombre griego?
Hoy que lo sé, no puedo responderlo. Pero puedo decir que Hermione Granger –con la inseguridad emocional de saberse hija de dos mortales (muggles), si bien con la conciencia de un poder extraño y la soberbia que deriva de ser un gusano de biblioteca– simplemente me enamoró.
Pero Hermione Granger era tan sólo una proyección de J.K. Rowling, alguien que la autora escocesa era –o quiso ser– cuando era niña y cuyo nombre tomó de una obra de William Shakespeare titulada The Winter’s Tale, en la que Hermione era la reina de Sicilia a la vez que esposa de Leontes.
Y yo de quien me enamoré fue de Emma Charlotte Duerre Watson, la hija de dos abogados británicos que nació en París, Francia, el 15 de abril de 1990.
Pero no fue ese tipo de amor… el carnal, el que todos podrían imaginar. Aunque no lo niego: había algo de ello. Emma Watson / Hermione Granger era la niña con la que yo hubiese querido llegar a un baile en la escuela secundaria. La niña a la que la pulsión pueril de la pubertad te hubiese impulsado a dar el primer beso; la insufrible sabelotodo cuya existencia se cifraba en el óvulo y el espermatozoide de dos ciudadanos de clase media que, para mayor vulgaridad y predictibilidad, compartían profesión; la chica pagada de sí misma y arrogante, diferente e indiferente; la que encontraba fascinantes a los murciélagos porque hallaba en ellos la belleza que no podía ver nadie.
Hace unos días, 13 años después de haber conocido a Emma Watson, la miré y escuché ofrecer un discurso en la asamblea de las Naciones Unidas en Nueva York. Las mejillas voluptuosas que tenía habían desaparecido, llevaba el cabello recogido en una cola de caballo, y las pecas de su rostro se habían dispersado como un ejército que ha sido llamado en retirada. En cambio, seguía siendo la misma Hermione insegura, la hija de dos muggles, la que incluso sabiéndose poseedora de un poder extraordinario y fantástico era incapaz de dominarlo y ejercerlo.
Emma Watson temblaba. Y tenía razones para hacerlo: delante suyo había dignatarios de todos los países del Mundo, muchos de ellos preguntándose: “¿Qué hace una actriz de 24 años, de una obra literaria y cinematográfica ‘menor’, dirigiéndose a nosotros por más guapa y carismática que sea?”.
Sin apuntador, sin telepromter, recursos técnicos en los que abrevan muchos políticos del Mundo (uno de ellos el presidente de mi país y quien, aun con tales bondades tecnológicas, es incapaz de hilar 15 palabras seguidas sin cometer una falta gramatical), Emma Watson cabalgó desnuda ya no por las calles de Coventry, sino por la geografía total y completa del planeta Tierra.
Tengo la respuesta y les diré lo que hizo.
Al igual que Hermione Granger en Hogwarts, Emma Watson irrumpió, interrumpió la clase para dar la respuesta exacta, perfecta, tan sólo exacta y perfecta porque nadie la esperaba.
“No hablamos muy a menudo de los hombres siendo presos de estereotipos de géneros, pero puedo ver que existen. Cuando los hombres sean libres, las cosas cambiarán para las mujeres como consecuencia natural. Si los hombres no necesitan ser agresivos para ser aceptados, las mujeres no se verán obligadas a ser sumisas. Si los hombres no necesitan controlar, las mujeres no tendrán que ser controladas”, dijo.
Hace cinco años, en una cafetería cercana a Trafalgar Square, en Londres, me topé con Emma Watson. Vestía jeans, una blusa blanca de mangas largas y tacones coquetos. Era la Hermione –mi Hermione– de la que yo me había enamorado. Pero también era una chica común, cualquier chica de Londres, aunque yo la encontré más bella que nunca.
La miré como quien mira a un milagro. Me temblaban las manos, como a ella su voz hace unos días, pero aún así no pude dejar de mirarla. Como en un choque accidental de autos, su mirada se encontró con la mía. Emma Watson sonrió. Y yo caí y ascendí, a un mismo tiempo, al centro de la Tierra y a los confines mismos de las Puertas de Tannhäuser, ahí donde la lluvia es algo triste, improbable y feliz.
En la mitología griega Hermione fue la hija de Menelao, rey de Esparta, y Helena de Troya, a quien París raptó desatando así la Guerra de Troya, y que según los relatos era hija del mismo Zeus. En la tecnologizada mitología de nuestros tiempos, eso convertiría a Hermione en la nieta del “padre de los dioses y los hombres”, es decir, en una heroína al ser hija de una heroína y un mortal.
A partir de lo que hoy se conoce como celebgate (la filtración de fotos de desnudos de un grupo de celebridades, la mayoría de ellas mujeres, a través de Internet) y del discurso que Emma Watson dio en la Asamblea de la Naciones Unidas, Hermione fue amenazada por los mismos canales con la publicación de fotografías de origen similar.
Por lo que esta mañana comienza a leerse, se trató de un engaño orquestado por los agentes y representantes de muchas de las mujeres cuya intimidad fue exhibida, en orden de solicitar, de una forma muy retorcida y estúpida, a Barack Obama la regulación y censura de ciertos sitios de Internet.
Si fue así, o no fue así, a mí me da exactamente igual. Y es así porque en uno y otro caso haré exactamente lo mismo: existan o no fotos de Emma Watson desnuda.
Me meteré en casa, cerraré las ventanas, y tan sólo escucharé el galope de un caballo.
Un caballo que acaso sea montado por una mujer desnuda.
Una mujer a la que, por el amor improbable y platónico que siento por ella, no me atreveré a mirar jamás.