Por ANDRÉS TAPIA
Cuando los hombres orinamos tenemos una inevitable propensión a mirar la pared, aunque eso sólo ocurre cuando se trata de un baño público. Es así porque los mingitorios están empotrados al muro, y a menos que se quiera mirar otra cosa o cerrar los ojos, no hay manera de evitarlo.
Se diría que poco hay que ver en una pared cuando la naturaleza nos hace un llamado, pero, aunque parezca absurdo, es más que cierto que la imaginación masculina es proclive a quitarse las cadenas en las circunstancias más impensables.
En lo personal, recuerdo con cierta insana fascinación haber descubierto en el mosaico del baño de un periódico en el que trabajé, a un hombre barbado, con un quepí en la cabeza, que miraba con indecible serenidad a las estrellas y que según mis desvaríos “micciosos” poseía la nacionalidad turca.