Por ANDRÉS TAPIA
Nació fea y creció fea. Pero… ¿a quién culpar si la naturaleza no ha sido generosa contigo? A manera de compensación, en cambio, desarrolló una voluntad casi ingobernable que la ayudó a maquillar una inteligencia mediana para hacerla pasar como extraordinaria.
Pero nunca fue extraordinaria.
Lo suyo era ser la hija de la hija de un cacique, un hombre común y vulgar que desheredó a su madre por casarse sin su consentimiento, que la perdonó cuando el esposo murió y un poco más tarde volvió a acogerla en el seno familiar.
Un día el abuelo la golpeó por una falta. Ella se rebeló y lo mandó al carajo. Tanta era su voluntad y su coraje que decidió echarse en hombros a su madre y a su hermana, y emprender un camino con ellas, lejos del cacique, del hombre de pueblo, del ser rupestre y primitivo que –aunque le duela– era su abuelo.
Y lo consiguió.
Y no fue fácil.
Hizo todo y de todo para conseguirlo. Y no tuvo la suerte de la fea. No, jamás. Trabajó como nadie, en trabajos que nadie querría y poco a poco fue ascendiendo.
Con su poca inteligencia y su inmedible voluntad, un día se convirtió en “maestra”. Y como el alcohólico regenerado que tiene un día una epifanía en la que un Dios –o su Dios– se le aparece y le dice: “Estás a salvo, confía en mí”, ella creyó que había llegado a la tierra prometida.
Y entonces se esforzó más. Y entonces fue escalando de puesto en puesto –porque se lo merecía, porque trabajaba como nadie, porque en su inconsciente quería demostrarle a su abuelo que era más fuerte que él– hasta convertirse un día en la líder del Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Educación de un país llamado México.
Pero aún así, con todo y lo que valía el logro de una vida, ella seguía siendo fea. Muy fea.
Y entonces decidió ser bonita.
Bueno, lo intentó.
Con el mismo tesón con el que salió adelante y sacó a su madre, a su hermana, y a sus hijas adelante, ella decidió que sería no sólo bonita, que sería hermosa –¡con un coño, se lo había ganado a pulso!– y buscó a un cirujano plástico, se fue a Beverly Hills, se compró ropa y accesorios y se coronó a sí misma como una reina.
Pero ni todo su esfuerzo, ni todo su poder, ni todo el dinero que había acumulado la hicieron hermosa. Entonces acumuló más poder, más dinero y siguió esforzándose. Y buscó a otro cirujano, se compró una casa lujosa en un país distinto al suyo (en tierra de ciegos la bonita no es bonita, así que más vale emigrar) y luego buscó a otro cirujano. Y a otro más. Y a otro.
Su poder hizo reyes a príncipes, pero jamás consiguió ser una mujer hermosa. Y en consecuencia se aferró a él y lo ejerció como una tirana, tanto o más como lo ejerció su abuelo con ella cuando era niña y por una falta la golpeó hasta que ella dijo “Basta”.
Un día no le bastó el dinero conseguido por el esfuerzo propio y se hizo del dinero conseguido por el esfuerzo de otros. Y siguió buscando cirujanos, comprándose ropajes, joyas, perfumes y mil atavíos.
Y así, queriendo ser hermosa, se convirtió en la mujer más odiada del reino.
Esta noche, hoy, duerme en un calabozo maloliente, pútrido y gris, y me imagino lleva puesto su vestido de Donna Karan, sus zapatos de Manolo Blahnik, su bolsa de Louis Vuitton y la bisutería cara de Swarovski.
Suena feo, suena mal, pero quizá hoy, al fin, ha conseguido lo que hace muchos años se propuso: ser una mujer hermosa.
Vale, que Dios te bendiga, Elba.
Que Dios te bendiga, al fin, Princesa…