¿Quién piensa en ti?

Por ANDRÉS TAPIA

Tengo un amigo que aún anda por ahí, mayor que yo, al que no he visto hace muchos años. Trabaja en la Embajada de los Estados Unidos, aunque no sé bien qué es lo que hace. La última vez que hablé con él por teléfono, me dijo que me daría los detalles en persona; infortunadamente, no pudimos concretar el encuentro.

Conocí a Martín hará unos 30 años. Una tarde de domingo me presenté en la iglesia en la que él, junto con sus hermanos, tocaba todos los domingos en la misa del mediodía. Yo quería tocar la guitarra y con esa intención me presenté delante de su hermano, Adolfo, quien era el director del grupo. Me escuchó cantar y me aceptó.

En el grupo había dos guitarras, pero sólo tocaba Martín. Advertí que no sería sencillo que me dejasen a mí tocar la otra, especialmente porque había otras personas que también sabían hacerlo y yo era el recién llegado. Y, además, el menor de todos. Sin embargo, por alguna extraña razón –y sospecho que fue porque le caí bien a Martín–, en el primer ensayo en que participé me dieron la otra guitarra. Era una guitarra eléctrica, marrón oscuro, con caja hueca, muy similar a la que solía tocar George Harrison.

Martín y yo simpatizamos desde el principio. Yo solía tocar los éxitos del momento y eso a él le atraía. Además, a los dos nos gustaban Los Beatles. Por ello, él y yo solíamos llegar a la iglesia, los sábados por la tarde, una hora antes de que comenzaran los ensayos, con tal de aprendernos las canciones de Lennon y McCartney.

Una de ellas, una melodía pop simple, introspectiva y pegajosa cuyas líricas hurgaban en el desasosiego de la soledad adolescente, fue la primera canción que tocamos juntos. Se llamaba “¿Quién piensa en ti?”.

Los ensayos privados de Martín y míos se extendieron a las tardes entre semana. En la parte trasera de la sacristía, nos dedicábamos a atormentar a los santos y a los ángeles, y debo decir que nunca escuchamos queja alguna de su parte. Había muchas canciones en nuestro repertorio, pero primordialmente tocábamos a Los Beatles.

Una tarde –estoy seguro que fue una tarde–, le dije: “Creo que si fuera un beatle, sería John”. Martín asintió, y dijo: “Lo eres, no lo dudes, es tu personalidad. En cambio yo creo que soy George”. Aún hoy me pregunto si al ser condescendiente con mis absurdas pretensiones Martín estaba siendo sincero, pero tengo claro que no lo era con las suyas: mi amigo guardaba un parecido asombroso con George Harrison.

Por un tiempo Martín y yo fuimos los mejores amigos. Pasábamos las tardes recorriendo su barrio o el mío, siempre con un cigarrillo en las manos, hablando de Los Beatles, de las chicas del grupo o del futuro y el momento en que formaríamos una banda.

Luego vino un desencuentro. Mi vida familiar no era la más agradable y cometí dos o tres errores que inmiscuyeron a Martín y a su familia. Al mismo tiempo, mi familia y yo nos mudamos a otro sitio, bastante alejado del barrio en que lo conocí. Esa coyuntura me sirvió para alejarme de él y del grupo.

Pasó el tiempo y también me distancié de la iglesia y la religión. Dos o tres años más tarde, cuando me reencontré con Martín para ver en el cine el documental Imagine, yo ya no creía en Dios. Pero aún creía en Martín. Y él en mí.

Yo estaba en la Universidad; él, no lo recuerdo. Por ese entonces me enamoré de una chica y le propuse a Martín que le lleváramos una “serenata eléctrica” la víspera de su cumpleaños. Armados con dos amplificadores, dos extensiones y dos guitarras, una noche despertamos a los vecinos de un barrio situado al norte de la Ciudad de México. Todo hubiera sido genial de no ser por el hecho de que la chica que me había robado el corazón esa noche no estaba en casa.

Después de eso Martín y nos separamos nuevamente. Y nuevamente, tres o cuatro años después, nos volvimos a encontrar. Para entonces él se había casado, su hermano también, ambos con una pareja de hermanas, y vivía en la colonia Roma de la Ciudad de México.

Una cena en su casa alrededor del año 1997, con su esposa, sus hermanos Adolfo y Lourdes, y las respectivas parejas de estos, fue la última ocasión que vi a Martín.

Sin embargo, el advenimiento de la era digital, de Internet y las redes sociales, me permitió hace algunos años reencontrarme con Martín a través de Facebook.

Desde entonces no hemos hablado mucho. Un par de llamadas por teléfono, unos cuantos mensajes por chat y algún comentario o un “like” debajo o encima de un post.

Hace unas semanas, una amiga en común fue contactada por algún miembro de aquel grupo de iglesia en el que nos conocimos Martín y yo. Dicho miembro proponía un reencuentro de los integrantes del coro y el asunto se extendió. Fui incluido en el grupo y algunas personas me contactaron para participar en la reunión.

A mí el asunto no me hizo gracia. Mi tiempo en el Coro de la Pasión fue muy breve y mi amistad con la mayoría de sus miembros temporal y hoy inexistente. Además, a los pocos que podía recordar, y también a los que no conocía, la vida parecía haberlos arrollado con los modos de un tren. “Vamos”, me dijo Claudia, la amiga común entre Martín y yo, “igual lo pasamos bien”. Me hizo dudar unos días, luego la llame y le dije: Sólo te recuerdo a ti, a Martín, a Adolfo y a Lourdes… ¿para qué ver a gente cuya vida no me interesa y a quienes no les interesa la mía?”.

Han pasado cerca de 30 años desde que conocí a Martín y alrededor de 16 desde la última vez que lo vi. Muchas cosas han cambiado.

El se casó y tiene una hija. Su padre murió, el mío también. Él tiene un trabajo importante que le ha llevado incluso a tomarse una foto con el Presidente de los Estados Unidos (el peor de todos los que han tenido, como le dije en un comentario en Facebook); yo soy editor de una revista.

Sin embargo, sé que Martín, en algún lugar de su casa, tiene una guitarra –igual que yo– y que algunas –o muchas– noches toca una, o dos, o tres canciones de Los Beatles… igual que yo.

Y cuando lo hace y lo hago –no sé bien por qué– él y yo volvemos a tener los 20 y 15 años que teníamos cuando nos conocimos. Y en silencio, sin que nadie nos escuche, especialmente aquellos que hoy se reúnen para recordarse porque se olvidaron, mi amigo y yo nos preguntamos: ¿Quién piensa en ti?