María

Por ANDRÉS TAPIA

Ésta no es mi historia. No participo en ella ni tampoco la escribí. Pero algo tiene que ver conmigo. Algo.

Una mañana azul de un día de marzo, en un orfanato feliz (si tal cosa puede existir), una niña llamada María conoce a un chico más o menos de su misma edad (o quizá de su misma edad) que padece una disfunción cerebral y motriz en todo el cuerpo. El chico no tiene nombre, aunque esto no es exacto: sí lo tiene, es sólo que no puede decirlo. Y, si pudiese, seguramente no lo recordaría.

El chico no tiene padres. Tampoco recuerdos. Su presente es su memoria y para no olvidarlo suele conjugarlo en futuro. Excepto sus ojos, quizá sus labios, es incapaz de mover otra parte de su cuerpo. Por eso vive empotrado a una silla de ruedas.

María lo mira como se mira lo extraño: con asombro. Y, sin embargo –acaso porque tampoco tiene padres y en consecuencia no entiende ese concepto llamado familia–, le sonríe.

Una sonrisa es una mueca con los atributos de la poesía. Pero si no se conoce la poesía es tan sólo un visaje, una expresión anómala en un rostro cualquiera. La sonrisa de María, a los ojos de aquel chico, es una idea inacabada, incomprendida, extraña.

El frío, ardiente y por momentos tibio sol de un día de febrero, perfila en el patio de un orfanato la sombra de un chico solitario que, por alguna razón inasible, no entiende lo que es el mundo. Delante suyo hay otros como él, con su misma estatura y sus mismos años, que hacen y harán cosas que él jamás podrá. No los envidia, no los ignora, no los admira… tampoco los entiende.

Cuando María, que salta una cuerda, vuelve a reparar en él y se acerca, el pulso del chico apenas se altera.

“Hola, ¿cómo te llamas? Yo me llamo María, ¡bienvenido al cole!” María extiende su mano y los ojos del chico descienden y ascienden como una lluvia pertinaz que logró fugarse de una nube. “No sabes andar?, ¿no sabes hablar?, ¿no sabes nada?”, pregunta-afirma Maria. Y luego arremete: “¿Qué te pasa? Eres un poco raro… Mira, es muy fácil, si quieres mover una mano haces así… y la mueves. Y si quieres hablar, haces así: ‘Ho-la’, y lo haces”.

Alguien llama entonces a María. Y María se va. Sin embargo, antes de volver a su mundo, ese mundo en el que saltar la comba contiene a todo el Universo, María se detiene, se da la vuelta, y pregunta a aquel chico: “Y… si te pica un brazo, ¿cómo te rascas? Yo cuando me pica un brazo no me puedo aguantar. ¡Hum!”.

Llegado a este punto he de decir que María no se llama María, se llama Alejandra. Y que ese chico empotrado a una silla de ruedas que no sabe decir su nombre y que acaso no lo conoce, se llama Nicolás. Ambos son hijos del cineasta español Pedro Solís, quien con el cortometraje de animación titulado Cuerdas obtuvo el premio Goya en su categoría hace apenas unos días.

Afectado desde su nacimiento por una parálisis cerebral severa, Nicolás ha tenido que “soportar” durante toda su vida el que su hermana Alejandra le trate como si fuese una persona “normal”. En esta circunstancia, casi una anécdota que trasciende su naturaleza, Pedro Solís expone en Cuerdas un teorema paradójico, doloroso y al mismo tiempo feliz: la vida es una mierda… pero aun así vale la pena vivirla.

La historia construida a partir de la relación que sostienen Alejandra y Nicolás, se tergiversa al grado del drama en el desenlace de la ficción que su padre convirtió en un cortometraje de animación. Y, como el ostinato de una sinfonía, repite a pesar nuestro la misma sentencia: la vida, por más que te empeñes en lo contrario, es una mierda.

Y, aun así, vale la pena vivirla.

Vuelvo a María y a aquel chico empotrado en una silla de ruedas. Vuelvo a un mes que ya no es marzo sino probablemente abril, tal vez mayo, acaso junio e incluso es posible que sea julio con todo y sus lluvias. En todo caso, el sol sigue calentando las baldosas del patio de un orfanato improbable y, consecuentemente, feliz.

En los soportes de los pies de una silla de ruedas, María coloca un balón de fútbol. Por una suerte de milagro, el chico sin nombre que tan sólo mueve los ojos y tímidamente los labios, consigue patear ese mundo en escala. María, entonces, dice: “Sí, tú solito lo has conseguido. Vas a recuperarte, y vas a andar, y también a hablar, y vamos a viajar por todo el mundo. ¿Sabes que hay sitios donde comen hormigas? Bueno, no hace falta que comamos hormigas…”

Hace unos años, por causa de una investigación que realizaba, asistí sin pretenderlo a un orfanato. Ese día, uno de los muchos niños de ese lugar se marchaba. No sé si con sus padres biológicos, con sus nuevos padres o a qué tipo de destino. El chico, no mayor de nueve años, se despidió de sus amigos con lágrimas en los ojos, como si abandonara a su familia, acaso porque era a su familia (la que te regala, te entrega, te suplanta, te impone el mundo) a la que abandonaba.

Ese día mi vida cambió.

La tarde y la noche de este día he visto tres, cuatro, quizá cinco veces el cortometraje Cuerdas de Pedro Solís. Y lo he hecho porque estoy enamorado de María, la niña que delante de lo extraño no se da la vuelta sino lo enfrenta.

Para mí, ella es una idea que un par de veces en mi vida pudo haberse convertido en realidad. Pudo haberse llamado Valerie, Camila, Adriana Laura o Juliette. Y al final sólo fue un balón de fútbol que no llegó, jamás, a la red.

María, la María de Pedro Solís, una niña de ficción que no tiene padres y que debería estar por ello resentida con la vida, es la confirmación de lo que toda mi vida he pensado: la vida es una mierda.

Pero, por seres como ella, vale la pena vivirla.