Alfonso, Gustavo, Andrés y un niño llamado Edgar

Por ANDRÉS TAPIA

“Cuento las cosas con imágenes, así que tengo que atravesar por fuerza esos corredores llamados subjetividad”.

Federico Fellini

Conocí a Gustavo Moheno en la redacción del periódico El Sol de México el año de 1990. Yo había abandonado la universidad y buscaba trabajo desesperada y afanosamente. Él, por su parte, quería escribir de cine si bien su deseo era más un artilugio para convertirse en director de cine. Yo tenía 22 años; él, 17.

Coincidimos en la oficina del editor Mario Riaño, quien nos presentó, pero esa ocasión apenas intercambiamos saludos. Días después, nos cruzamos en los pasillos de la redacción y, como si nos conociésemos de siempre, comenzamos a charlar. Me contó que deseaba estudiar cine en la Universidad de California en Los Ángeles y que buscaba la manera de conseguir una beca. “¿Qué hay qué hacer?”, le pregunté. “Me voy contigo”.

Nuestra amistad comenzó así y se desarrolló en cafés baratos y populares en los que pasábamos horas conversando, disertando y filosofando acerca de cinematografía, música, literatura y periodismo, mientras consumíamos un brebaje llamado Ice Cream Soda (siempre de fresa).

Gustavo era un tipo solitario; yo también. No quiero decir con esto que no tuviésemos amigos, sino que la mayoría de los amigos que teníamos no entendían del todo nuestras aspiraciones. No es sencillo confesarle a alguien que quieres ser escritor y que deseas revolucionar al mundo con palabras. Tampoco lo es que alguien te diga que quiere ser cineasta y que también quiere cambiar al mundo, en su caso con imágenes.

Gustavo y yo nos atrevimos a decirnos el uno al otro tales cosas y ninguno salió huyendo de ahí. Por el contrario, años después Gustavo me confesaría que toda la gente a la que solía contarle su intención de estudiar cine en Los Ángeles lo tachaba de loco, y que yo había sido el único que no sólo no lo hizo, sino que además se ofreció a compartir la aventura.

Excéntricos y anacoretas, solíamos asistir al cine solos, si bien algunas veces compartimos algunas películas. En cualquier caso, luego de presenciar una cinta nos llamábamos o concluíamos la velada con un café para hablar del estreno que habíamos visto juntos o separados.

Gustavo no fue a UCLA, pero ingresó a estudiar cine al Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC) de la Ciudad de México. Al igual que a Emmanuel Lubezki y Alfonso Cuarón, que fueron expulsados del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC),  a él lo corrieron de ahí.

Nuestra amistad continuó en los mismos sitios, con los mismos brebajes, los mismos sueños y una idea común: algún día haremos juntos una película.

En algún momento del año 1999 me enamoré y escribí un cuento. Obtuvo el tercer lugar en un concurso y recibí, como premio, 10,000 pesos: fue la primera vez que la literatura, una mujer dominante y castrante, me dio algo a cambio de tantas noches entregado a su causa. Llamé a Gustavo y le dije: “Aquí está la historia que hemos buscado durante nueve años”.

Una anécdota ocurrida a Gustavo en el final de su infancia y el principio de su adolescencia, inspiró “Edgar niño”. Cuando Gustavo leyó mi relato, se enamoró.

Un par de años más tarde, Gustavo elaboró un argumento basado en mi cuento que sometió a un concurso. El texto resultó finalista del certamen, nada relevante, excepto por el hecho que en la ceremonia de premiación, algunos de los jurados se acercaron a nosotros para felicitarnos y, en el caso de Mario Muñoz, para externarnos su deseo de convertir el argumento en guión.

Muñoz nos dijo que escribiésemos el guión, pero que él filmaría la película. Era nuestra oportunidad de ingresar al fin al mundo del cine si bien no como nos lo habíamos propuesto. Tal ecuación convertía a Gustavo en un guionista, no en un cineasta; a regañadientes aceptamos.

Dejé mi empleo en el periódico Reforma de la Ciudad de México para dedicarme por completo a la elaboración del guión; Gustavo tenía tiempo retirado de las redacciones pues no quería más escribir de cine sino hacer cine. Escribimos el guión, fue sometido a un consejo de notables y recibió buenas críticas. Eso y también las sugerencias de modificar ciertas circunstancias, ciertos personajes, ciertas escenas. Un día mi cuento ya no era mi cuento, y nuestro guión ya no era nuestro guión. Citamos a Muñoz en un café, le dijimos: “Gracias, pero hasta aquí”. Y sepultamos a “Edgar Niño”.

Me quedé sin empleo; Gustavo también. Sin dinero y sin nada conseguimos producir y filmar un cortometraje, “La Balada de Ringo Starr”, y fuimos olímpicamente ignorados en un concurso amañado por un aprendiz de cineasta que dirigía una estación de radio. Sometidos al naufragio de nuestras vidas, nos aferramos cada quien un tablón de la nave hundida y nadamos hacia orillas distintas.

El año 2006, Gustavo Moheno filmó su ópera-prima: Hasta el viento tiene miedo, que se estrenó en 2007. Ese año “Edgar niño” resucitó. Reescribimos el guión, esta vez con la ayuda de Mario P. Székely y Ángel Pulido. Un par de años más tarde, recibimos el apoyo del fideicomiso de Fidecine, diez millones de pesos, pero no el soporte de un programa gubernamental, conocido como Artículo 226, que permite a las empresas privadas dedicar un porcentaje de sus obligaciones fiscales a la producción cinematográfica.

Dos años más tarde volvimos a recibir el apoyo de Fidecine, y nuevamente nos fue negado el 226. Lo intentamos nuevamente hace unos meses, y el resultado fue exactamente el mismo.

Mi amigo Gustavo Moheno, que el año 2002, en el automóvil de la mujer que inspiró la historia de “Edgar niño”, me acompañó a la ciudad de Guadalajara a sepultar a mi padre, terminó hace unas semanas de filmar su segundo largometraje: Eddie Reynolds y Los Ángeles de Acero, una cinta con la que pretende no sólo continuar su carrera cinematográfica, sino también resucitar de nuevo a “Edgar niño”. Llevamos 15 años con esta historia, 24, si lo pienso bien, y aunque hemos renunciado a ella mil veces, mil veces más nos hemos puesto en pie.

La historia de Gustavo y Andrés, de Andrés y Gustavo, de ambos, nos pertenece sólo a nosotros dos y entiendo muy bien que a nadie le importe. La hago pública hoy no por ser condescendiente ni lastimero con nosotros mismos. Lo hago, simplemente, porque no entiendo a los mezquinos, a los enanos, a los legos de Facebook, de Twitter, de la vida, pues, que no tienen cerebro, sensibilidad, idea alguna de lo que representa llevar a buen puerto una idea o un sueño.

Alfonso Cuarón, conocido de Gustavo y mío, consiguió eso hace unos días con la película Gravity. Siete premios Oscar, mejor director incluido, y todavía hay “iluminados” que le regatean los méritos.

Dejemos el arte atrás, el guión, la solidez del argumento, y la historia misma, un relato de soledad en un contexto (el espacio cósmico) que mucha gente no comprenderá porque, para ellos, lo más ajeno y grande que han visto es el barrio contiguo al suyo.

Y si no les gusta, es respetable, lo que no es respetable es hacer mofa de lo que no se comprende, mucho menos si uno se atrinchera en el nacionalismo, en la frustración de no poder expresar opiniones a través de canales oficiales y reputados, y en las muy democráticas redes sociales que, por fortuna, han dado incluso la oportunidad a los imbéciles de verter sus puntos de vista.

Hay historias a las que les toma años (tantos que a veces representan los tamaños de una vida) completarse. Alfonso Cuarón esperó alrededor de 33 para dejar de ser el tipo extraño y solitario, que asistía al cine solo, y por el que nadie daba un céntimo.

Gustavo y yo llevamos 24. Si lo pienso, es posible que aún tengamos esperanza…