Las muertas de Juárez (el día que me castigó mi padre)

Por ANDRÉS TAPIA

Cuando era niño, en la escuela primaria, por esas estupideces que uno hace cuando es niño, encontré divertido, junto con un amigo, arrojar mi mochila, con todo su contenido, a un charco de agua. Era la hora de la salida del colegio.

Una vecina, mayor que yo, Lucy Bernal, hija de unos amigos de mis padres, se dio cuenta y me instó a que dejara de hacerlo. Me detuvo y sacó mis libros, mis cuadernos, y empezó a sacudirles el agua. De pronto advirtió: “Andrés, ahí viene tu papá”. No recuerdo qué pasó después, que dijo mi papá, qué dijo Lucy, o qué. Sólo atisbo que me llevaba fuertemente cogido de la mano a casa.

Una vez que llegamos ahí no dijo nada más: se quitó el cinturón, me pidió que me diese vuelta, y me golpeó las nalgas no sé cuántas veces. Yo tendría seis o siete años. Me dolió, pero no derramé una sola lágrima.

Sé que muchas personas encontrarán, cuando menos, políticamente incorrecto el comportamiento de mi padre; y sé que muchas otras (mayormente las buenas conciencias, idiotizadas ideológicamente por la religión y por los neoemisarios del capitalismo) arquearán los ojos y dirán que mi padre era un hombre malo y salvaje.

No, no lo era, aunque ciertamente tuvo muchos defectos. Y, excepto esa ocasión, no recuerdo alguna otra ocasión en que me haya castigado. Pero cuando vuelvo a ese recuerdo, sé muy bien que lo tenía merecido. Y se lo agradezco. Esa tarde de un día de septiembre de 1976 o 1977, aprendí una lección que muchos mexicanos no han recibido jamás: si cometes una falta mereces un castigo proporcional a la misma.

La idiosincrasia del mexicano es un concepto muy complejo. Culturalmente nace vilipendiado, ofendido, por la conquista de los españoles. Un hombre llega del otro lado del mar y somete, viola, a la que será tu madre. En terrenos del alma la ofensa es imperdonable. Pero con el paso del tiempo se vuelve herencia y cultura.

Cuando un mexicano quiere expresar que algo es extraordinario, hermoso, que supera sus expectativas y lo emociona, suele decir: “¡Qué padre!” o ”¡Padrísimo!”. Sin recordarlo siquiera, se somete al recuerdo de aquellos hombres que partieron de Extremadura en busca de las Indias y encallaron en América. El trato ideológico-conceptual a la madre es distinto. Si se quiere denostar a alguien, expresa: “¡Qué poca madre, no tienes madre, hijo de la chingada!” Y si pretende hacer lo contrario, exclama: “¡A toda madre!” Es sólo que ésta última expresión carece del poder ideológico del “¡Qué padre!”, pues si bien ostenta una emoción positiva, la fuerza expresiva no se compara.

Si algo sale mal, entonces, las expresiones “¡Chingada madre!”, “¡Puta madre!” son moneda corriente. Y si algo sale bien, volvemos al “¡Qué padre, padrísimo!” que homenajea al macho conquistador y somete a la hembra conquistada.

Si la historia prueba algo es que ningún pueblo es depositario de la maldad, pero también que existen prácticas arraigadas en sociedades decadentes, incivilizadas o primitivas.

La cultura machista inseminada en la idiosincrasia del mexicano por los conquistadores españoles, potenció en el macho oriundo de México una idea errónea y salvaje que no permitió la evolución cultural y antropológica: “Puedo hacer contigo lo que quiera, tal y como lo hacía antes, pero ahora tengo más razones para ello”.

Por una parte, el prolijamiento de esta cultura, aceptado por muchas mujeres mexicanas, dio origen a un matriarcado que justificó el machismo. Por otra, exacerbó el machismo per sé y le dio mucho más poder.

Como resultado de esto, muchos niños mexicanos sufrieron castigos, ofensas e injusticias de sus padres sin que hubiesen cometido falta alguna para merecerlo. Y, al mismo tiempo, muchos otros jamás experimentaron el castigo que merecían, sea porque sus madres y abuelas los defendían, o bien porque sus padres y abuelos consintieron sus faltas en tanto éstas los “honraban” o no les parecían punibles.

La impunidad y la injusticia, dos siamesas tan parecidas y tan diferentes, hallaron entonces en México un lugar para vivir.

Hace 21 años, en Ciudad Juárez, en el estado mexicano de Chihuahua, el que es considerado el primer feminicidio que dio origen al espeluznante fenómeno de las llamadas “Muertas de Juárez”, tuvo lugar una mañana fría de enero. Una niña de 13 años llamada Alma Chavira Farel, fue atacada sexualmente, de maneras vaginal y anal, y al fin estrangulada.

En los tiempos subsecuentes, muchas mujeres, muchas niñas, cuyas edades oscilaban, oscilan, entre los 10 y los 35 años, fueron halladas muertas y torturadas por salvajes enfermos cuyos padres o bien consintieron tal violencia, o bien la alabaron porque se suponían omnipresentes y dominantes.

El escritor y periodista Sergio González Rodríguez, mi maestro y amigo, dio cuenta de ello en el libro Huesos en el desierto, uno de los más tristes, exactos y descarnados lamentos que se han producido en torno a la violencia machista, idiosincrática y absurda que ha hecho de México, en las ultimas dos décadas, uno de los países más violentos y estúpidos del mundo.

Hubo algunos sospechosos, no muchos, por cierto, pero todos ellos vinculados a una red de políticos pertenecientes a los partidos en el poder –la mayoría relacionados con el Partido Acción Nacional, las “buenas conciencias” de este país– que fueron señalados tanto en investigaciones realizadas por autoridades de México, como de los Estados Unidos.

Esos hijos de puta –lo siento, lo siento mucho, tengo que ceder a la idiosincrasia y a la cultura de este país, aquí nací, a mi pesar– se fueron sin castigo. Secuestraron, torturaron, violaron y asesinaron (o simplemente consintieron tal violencia) a centenas de mujeres cuyo única desventaja fue haber nacido en el país de la impunidad, la injusticia y de los machos a los que sus padres y madres no castigaron o simplemente consintieron.

Veintiún años después, cerca de 700 mujeres asesinadas, alrededor de 20 culpables –ninguno de ellos creíble– y los verdaderos asesinos o están muertos (asesinados por los políticos que los consintieron o solapados por ellos) o siguen libres e impunes.

En recuerdo y honor a mi padre; en recuerdo a todas las mujeres víctimas de la impunidad y la injusticia de este país; en honor a mi amigo Sergio González Rodríguez, que arriesgó su vida para sacar todo esto a la luz, ustedes, hijos de puta, que se creen intocables, más tarde o más temprano van a ser sometidos por la justicia, las leyes, o la venganza.

Y en concordancia con este país extraño al que la gente decente vomita: ¡van a ir a chingar a su madre!