Mi backpack

Por ANDRÉS TAPIA

En la Mitología griega, y de acuerdo a la Teogonía de Hesiodo, Atlas fue uno de los titanes que enfrentaron a Zeus en una guerra. Por ello, fue condenado a sostener sobre sus hombros y espaldas los cielos.

La imagen que la humanidad detenta del titán Atlas se remonta al siglo VI A.C., proviene del arte helenístico-romano, y lo exhibe cargando sobre su espalda y hombros una esfera que representaba la bóveda celestial. En aquel tiempo se ignoraba que la Tierra era redonda, de modo que la representación actual que tenemos de Atlas sosteniendo al mundo (no los cielos) se originó en la mente de Gerardus Mercator, un cartógrafo nacido en Rupelmonde, Flanders (hoy Bélgica), en el siglo XVI, quien hizo uso de la imagen de Atlas sosteniendo aquella esfera para ilustrar las portadas de los libros de los mapas que trazaba. Consecuentemente, de esta tradición surgió el nombre de Atlas para designar al compendio de mapas del mundo.

Desde hace aproximadamente 100 años, una buena parte de la humanidad comenzó a cargar sobre sus hombros algo parecido al mundo, su mundo, y desde hace unos cuatro o cinco, algo que alegóricamente podría ser la bóveda celestial, pero que hoy conocemos como “la nube”.

La palabra backpack, que designa a las mochilas que hoy en día mucha gente carga sobre sus espaldas y hombros, surgió oficialmente en 1914, año en que inició la Primera Guerra Mundial, de modo que no es difícil imaginar el porqué de ello. Proviene de la palabra alemana Rucksack (Rücken: espalda; sack: bolsa) y cuya etimología se cifra en algún momento de la segunda parte del siglo XIX).

Las backpacks, sin embargo, son mucho más antiguas que eso aunque precisar su origen es muy complejo. Ejemplos de lo que pudieran haber sido las primeras backpacks abundan en todas las culturas, hechas de materiales diversos y de diferentes formas, pero en todos ellos existen dos denominadores comunes: se utilizaban para transportar materiales de caza así como las presas obtenidas, y en su diseño se habían contemplado una o dos correas para poder llevarlas sobre los hombros y las espaldas, de modo que permitiesen una total movilidad a los brazos.

Una ocasión, durante un viaje por Francia, mi amigo Javier Martínez Staines, autor del extraordinario blog de WordPress “De tinta somos” (http://detintasomos.com), comentó a un grupo de compañeros de viaje: “Andrés tiene una relación extraña con su backpack”. No supe qué responderle, pero a partir de entonces siempre me lo pregunté, en relación mí y en relación a la gente que veía en todos sitios y había sucumbido a la epidemia de portar una suerte de apéndice sobre su espalda.

Cargo una backpack desde que tenía seis años. Al principio era mi padre quien lo hacía por mí, pero en ocasión de una felonía que cometí durante el primer año de la escuela primaria, recibí de él una sentencia similar a la que impuso Zeus a Atlas: “A partir de hoy cargarás tú mismo tu mochila” (sí, en español es mochila, pero la etimología de esta palabra proviene del euskera, motxil, y significa “muchacho que sirve a los labradores para llevar y traer recados a los mozos del campo). No exagero al decir que pesaba como si fuera el mundo.

Llevar mi backpack sobre los hombros, a la espalda, se convirtió en un castigo. Pero nunca imaginé que, con el paso del tiempo, aquella mochila se iría aligerando a fuerza de poner dentro de ella más y más cosas.

Tendrían que ser los cazadores, los viajeros y los soldados aquellos destinados a cargar una backpack de manera permanente. El punto es que durante el siglo XX y lo que va del XXI, en el ADN de los seres humanos –mayoritaria pero no exclusivamente los hombres: en ciertas culturas indígenas de América las mujeres solían, suelen, formar una backpack con sus ropajes y ahí cargan, sea a la espalda o en su regazo, a sus bebés– el gen del cazador se reactivó y ahora vamos al trabajo, de paseo e incluso a una cita amorosa con una backpack a la espalda.

Lo que yo guardo hoy en mi backpack no es muy distinto de lo que lleva cualquier persona, aunque reconozco que de pronto parece que me iré a Canadá a cazar osos o a combatir a Ucrania: una computadora, libros, revistas, una lámpara, una navaja, mi pasaporte, una botella térmica, cuadernos de notas, cables, baterías, plumas, medicinas y un iPod.

No, no es el mundo, pero es mi mundo, y el día que olvidé (y no me fue devuelta por un miserable ladrón de mundos) una backpack en un cine de la cadena Cinépolis de la Ciudad de México, me sentí como un Atlas al que un dios mucho más rencoroso que Zeus había quitado el propósito de su vida. Y es que, como he dicho líneas arriba, hoy además de transportar el mundo también cargamos con esa bóveda celestial que hoy conocemos como nube.

Esta mañana descubrí alarmado que el manuscrito digital de un libro de cuentos que escribí hace tiempo, había desaparecido de mi computadora. Llamé a mi hermano, que alguna vez tuvo a bien hacer un respaldo de todos mis archivos, y le pregunté por él. “Sí, aquí lo tengo”, respondió con tranquilidad. “Pero no te preocupes, ya está en la nube”.

En Elogio primitivo del iPod, el escritor mexicano Juan Villoro asegura: “Lo decisivo del iPod es que ha reinventado la soledad. Las reuniones primigenias ocurrían en torno al fuego. Con el tiempo el hombre aprendió a domesticarlo y a llevárselo consigo. (…) Si el tocadiscos fue una variante de la chimenea, el iPod es puro humo, fuego transportable”.

Lo que vale la pena llevar consigo, lo que puede transportarse, requiere de un estuche, una caja, un contenedor, algo que pueda protegerlo y sea, al mismo tiempo, sencillo de cargar. Si el diminuto iPod es una hoguera móvil, la nube entonces es la leña con la que arde, leña que no hay que talar ni cargar sobre los hombros o la espalda, sino imaginar y fabricar todos los días.

En el pasado un cazador portaba consigo flechas, cuchillos, lanzas. En un presente cercano un soldado guardaba en su backpack municiones, armas, utensilios, comida, medicinas, una foto de su familia. En los días que corren llevamos anticonceptivos, toda la discografía de Los Beatles, herramientas para la bicicleta, el auto, las tablets, los iPods o la computadora. Y unos cuantos cuadernos de notas para escribir (quienes escribimos).

Cargamos al mundo, nuestro mundo, como si fuésemos un semi-dios rebelde condenado por la eternidad. Pero, a pesar de ello, nos movemos con una libertad que jamás tendrá Atlas, aquel Titán cuyo castigo por rebelarse a Zeus supuso sostener el cielo sobre el Mundo.

Han pasado 40 años desde aquel día en que mi padre me dijo: “A partir de hoy cargarás tú mismo tu mochila”.

Me duele la espalda, y mucho, pero aún soy el pilar que mantiene el equilibrio entre la Tierra y la bóveda celestial.

Un hombre lego con una backpack sobre los hombros. Que se dirige a todos lados y a ninguna parte.